Keylor temblaba de miedo mientras avanzaba por el oscuro pabellón. El nudo en el estómago le provocaba ganas de vomitar, pero lo resistía con intenso esfuerzo. Su pisada nunca caía dónde apuntaba, sino un poquito más atrás. Olía a años de abandono. Montones de ruiditos crujían un susurro angustiante desde las paredes y el techo. Las aulas a su derecha tenían las ventanas pintadas y solo entraban diminutos rayitos de luz anaranjada de los postes de la calle. A su izquierda sólo había una pared sin puertas ni ventanas que con esa luz parecía hecha de hueso. Keylor se culpaba de ponerse en esa situación tan estúpida.

Duró una eternidad en alcanzar el objeto en el suelo. Se agachó vacilante para recogerlo, buscando frenético el peligro a su alrededor. Lo levantó justo cuando un ruido dentro del aula a su lado lo inmovilizó a medio levantarse. Había logrado sostener lo que se sentía como un ladrillo en la mano. Fijó la mirada en la silueta que acababa de identificar entre las sombras, enmarcada con la puerta. Era una figura altísima. Delgada. Tenía ojos y lo veía. Keylor se orinó en los pantalones sin darse cuenta. Su cerebro ya no funcionaba, la confusión y el pánico tenían el control ahora. Sentía su cabeza calentarse mientras trabajaba a toda velocidad, incapaz de nombrar lo que veía.

Escuchó un ruido terrible dentro del aula, que de pronto se llenó de luz. Alguien había roto una ventana en algún lugar que Keylor no alcanzaba a ver desde el pasillo. El estruendo junto con la imagen que ahora veía terminaron de erguir a Keylor. La figura era una persona encima de una silla. Una mujer. Un hombre. Ambos ¿Ninguno? Frente a su rostro, una cuerda en forma de argolla. Una voz entró desde la ventana. “¡Ve! Le dije. Se iba a matar, el playito.”

Las risas no distrajeron a Keylor del rostro, ahora iluminado, de la persona sobre la silla, que ya no veía hacia él sino hacia la ventana rota. En su cara se veía una profunda tristeza. Lágrimas le caían por las mejillas a chorros, corriéndole el maquillaje. Velozmente agarró la cuerda y se la pasó por el cuello, pero antes de que pudiera ajustarla sonó un disparo. “¡Le di en la pata al maricón!”

Keylor vio la figura derrumbarse de la silla y nada más. Salió corriendo por dónde había venido. Gritos confusos y risas retorcidas salían del aula ocultando el sonido de sus pasos. Los susurros en las paredes se habían callado, como si el edificio estuviera poniendo atención. Dobló la esquina del pasillo y salió por el hueco en la puerta por dónde había entrado al edificio abandonado. El frío aire le golpeó el rostro acalorado. Miró a su alrededor. De este lado del edificio no había nadie, ya no estaban sus amigos. Probablemente habían huido al escuchar el disparo. No importaba. 

Keylor salió corriendo y no paró hasta llegar a su casa. Se detuvo un momento frente a la puerta, se limpió el sudor y espero a recuperar el aliento. Esa pausa le permitió superar el susto y volver a la realidad. Se dio cuenta que se había orinado y gruñó. Aún tenía el ladrillo en la mano. Era como una revista, pero mucho más gorda. Probablemente un libro, nunca había visto uno fuera de las películas. Pensó que ya no había más que en los museos. Hasta la Biblia, que era el único libro que conocía de nombre, se vendía en tabletas electrónicas con pantallas táctiles luminosas con parlantes estéreo y acceso a internet. La portada de este libro tenía dibujos de animales, un esqueleto, algo que asumió que eran células y gruesas letras que decían “Biología”. Nunca pensó que tendría un libro en las manos, mucho menos uno de ciencia. No le generaban ningún interés, más bien repulsión, eran un montón de palabras complicadas que contaban cosas aburridas y sin sentido. Dejó el análisis para después y entró a su casa.

Sabía exactamente lo que estaba ocurriendo dentro incluso desde antes de entrar. Su mamá estaba en la cocina, agotada de arreglar la casa todo el día, terminando de preparar la cena; su papá tirado en el sofá de la sala, descansando de no hacer nada en todo el día, veía televisión con una Pilsen en la mano. Su hermanita, sentada en el suelo a los pies de su papá, jugaba ingenuamente con sus muñecas a “ser mujer”; su hermano mayor no estaba aún en la casa, era muy temprano para que hubiera vuelto de lo que sea que hacen los adolescentes en las noches. Era la escena permanente en su casa. No fue difícil esquivarlos e ir directo a su cuarto.

Cerró la puerta con seguro. Se cambió los pantalones entre balbuceos y maldiciones, apenado consigo mismo. Abrió el libro en una página al azar sobre su cama y comenzó a pasarlas. Nunca había visto tanto texto al mismo tiempo, gruesos párrafos con infinitos renglones. Casi sin imágenes adentro, hasta habían páginas enteras sin una sola ilustración. Era intolerablemente aburrido, no entendía nada de lo que leía, ni siquiera conocía la mayoría de las palabras. Se preguntó porqué había traído el libro consigo, otra estupidez de la que se culpaba. Lo hizo sin pensar. Escuchó a su mamá llamar para la cena. Se agachó bajo su cama y sacó una pequeña caja fuerte de combinación, la abrió y puso el libro adentro con el dinero que estaba ahorrando para comprarse un Play Station Infinity. Aseguró la caja y la puso de nuevo en su escondite.

Llegó a la sala cuando su mamá le llevaba la comida en bandeja a su papá. Detrás de ella venía su hermana con una Pilsen nueva y para llevarse la lata anterior vacía. Keylor se sentó junto a su papá y lo acompaño a ver lo que quedaba de Los Toros mientras esperaba su turno para ser atendido por la mujeres. En ese momento la puerta de la entrada se abrió de par en par y entró su hermano mayor. El puberto caminó directo a donde estaba su padre sin que este levantara la mirada de la pantalla. Se plató junto a él y le extendió una mano. “Ocupo cincuenta mil colones para ir a Zapote.”

“No”, respondió su papá indiferente, y se metió un pedazo de carne a la boca. Lo masticó ruidosamente con la boca abierta. Keylor vio a su hermano jalar aire preparándose para gritar, sabía lo que iba a pasar. Echó un vistazo a la puerta de la cocina, su mamá se había quedado quieta con su bandeja en las manos, los ojos muy abiertos y los labios apretados. Su hermana se asomaba temerosa detrás de las piernas de su madre. Los dos machos comenzaron a rugirse a las caras en una lucha de orgullo y testosterona que realmente nunca acababa sino que se posponía hasta la siguiente pelea, comúnmente la noche siguiente. Las tímidas hembras, se mantendrían al margen y en silencio adiestradas con el látigo de la experiencia. La batalla terminó, con su papá victorioso y su hermano saliendo furioso por el pasillo, probablemente a encerrarse en su cuarto con música a todo volumen.

Su padre se sentó a comer con el ceño fruncido y la mandíbula tensa, sudaba. Le arrebató violentamente la cerveza de las manos a la niña y se la tomó toda de una sentada, pidiendo otra sin usar palabras. La cena ocurría en silencio mientras veían a los toreros improvisados atormentar a un toro asustado. El ambiente era tenso, como quebradizo, en cualquier momento aquel hombre podía volver a explotar contra cualquiera. Cuando por fin su mamá terminó de servirles y se pudo sentar a comer junto con los demás, la pantalla de 80 pulgadas mostraba al Chapulín Colorado brincando de lado a lado del redondel, huyendo a toda velocidad del violento animal. El toro lo alcanzó cuando saltaba hacía la barrera de seguridad, quebrándole una pierna. Todos en la sala rieron de la ridícula imagen. Keylor se alegró del cambio en el ambiente por uno más divertido. Su papá hipaba de vez en cuando y tenía las mejillas enrojecidas, solo podía sentir felicidad o ira en ese estado.

Entre risas Keylor notó a su hermano recostado contra la pared del pasillo con una sonrisa malvada en la cara y los brazos cruzados sobre el pecho. Antes de que terminaran de reír el joven se acercó a su padre con el brazo extendido, le estaba entregando su libro. El rostro de Keylor se endureció al ver el ladrillo maldito. Al buscar la reacción de su padre pudo ver claramente cómo volvía la ira enrojecido aún más su rostro. El hombre se levantó de golpe tirando la bandeja y todo su contenido al suelo. Su madre y hermana ahogaron un grito.

“Vea lo que encontré en el cuarto de su hijo.” – dijo su hermano mientras veía a Keylor burlonamente. El hombre leyó la portada, procesó lo que veía un segundo y se convirtió en demonio. Se volteó hacia su hijo menor y agitó el libro frente a su cara ”¡¿De dónde sacó esta… Esta blasfemia?!”

”De una escuela.” logró articular costosamente Keylor. Se rodeó a sí mismo con los brazos tratando de protegerse de esas palabras duras como rocas. Evitaba la mirada de su padre como si le pudiera quemar el alma.

“¡¿En una escuela?! ¡¿Quiere irse al infierno?! ¿Cómo puede ser tan estúpido?” Había abierto el libro y le arrancaba las hojas con furia tirándoselas encima al niño. “¿Usted por qué cree que cerraron las escuelas, ah? Esos son lugares profanos a donde mandaban a los chiquitos a adoctrinarlos con ideas pecaminosas. Respóndame, Keylor Jesús ¡¿usted que andaba haciendo en una escuela?!”

Keylor lloraba y temblaba con fuerza. El aire era denso y viscoso, cada vez que respiraba sentía un intenso ardor por toda la garganta. Se sentía lleno culpa y vergüenza, se odiaba, deseaba no existir, solo era un niño estúpido. “No sé, andaba con unos amigos, nos dio curiosidad…”

“¡¿Curiosidad?!” le interrumpió sin ganas siquiera de intentar comprender. “¿No le hemos dicho mil veces que las escuelas son lugares de pervertidos, que se aleje de ahí? ¡Y además viene y mete libros a mi casa! ¿Qué va a traer después, una guía de sexualidad?”.

Keylor sentía como se hundía en un lago de papel. Se le enfriaban las manos mientras iba cayendo hasta el fondo. “Usted no se va a educar solo, ni va a aprender de estas mierdas de ateo. Usted solo aprende lo que yo le diga. ¡A mis hijos los educo yo jueputa!”

El libro se quedó sin páginas y el hombre sin palabras. Solo se escuchaba el lloriqueo del niño y el sonido de la televisión. Keylor buscó a su mamá por consuelo pero ella tenía la cara enterrada entre las manos, la cadena del crucifijo se asomaba entre sus dedos. Luego a su hermana pero la más pequeña ya no estaba. Por último vio a su hermano pero para su sorpresa él ya había perdido interés en el regaño, veía la pantalla con la misma expresión burlona de hace un momento, golpeó el hombro de su padre llamando su atención. “Vea, mi tata, van a matar a un travesti.”

Keylor vio el televisor por entre las lágrimas y sintió como se le iba la sangre de la cabeza directo al estómago, sintió unas náuseas horribles. El televisor ya no mostraba un redondel, se había convertido en un coliseo sanguinario donde el público entonaban un cántico salvaje “¡Playo! ¡playo! ¡playo!”. Cuatro hombres cargaban en sus hombros a la figura de la silla. No había soga en el cuello pero estaba atada de manos y pies, cubierta de sangre. Ya ni se esforzaba por liberarse. Detrás de los hombres venía una joven con una silla de plástico. Cuando el grupo llegó al centro del escenario sentaron a su víctima en la silla y salieron corriendo a resguardarse tras la barrera.

“Damas y caballeros, el más malo, el más feroz, el más bestial, el de los huevos más grandes. Desde la hacienda La Nueva Esperanza, Guanacaste, descendiente directo nada más y nada menos que del mismísimo Malacrianza… Con 1.100 kilos de pura violencia, recibamos con un fuerte aplauso a: ¡El Machismo!”

La puerta no se había terminado de abrir cuando un toro enorme la embistió rompiendola en su camino. Tenía pelaje blanco y el cuerpo lleno de cicatrices que le daban una apariencia aún más violenta. El animal saltó y se retorció furibundo como tratando de quitarse un jinete que no estaba ahí. Se detuvo un momento agitado y confundido, aturdido por las luces, los gritos y el hambre. Entonces vio a la figura en la silla y se abalanzó a toda velocidad. La alcanzó con los cuernos atravesandole el pecho, levantandola por el aire. El toro continuó su ataque mucho tiempo después de haber matado su juguete. La figura se había convertido en una mancha roja en la pantalla mientras toda la familia veía con intenso interés. Su hermano se reía y aplaudía cada golpe. Su papá aprovechó semejante momento tan educativo y agarró a Keylor del brazo levantándolo del sillón. Lo puso frente al televisor y le sujetó la cara fuerte y dolorosamente obligándolo a ver.

“Esto es lo que le pasa a la gente que va a la escuela. Se vuelven desviados antinaturales que no merecen la vida que Dios les regaló ¿Me entendió, Keylor? ¿me entendió claramente, Keylor Jesús?”

El niño asintió como pudo incapaz de decir una palabra. Las lágrimas corrían por sobre las manos de su padre. Juró por Dios que nunca más volvería a una escuela, nunca más volvería a sentir curiosidad, nunca más volvería a desobedecer.

Ilustración por Andrés Webb.

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