Jesús tomó la decisión de no pertenecer a la Iglesia Católica en un proceso llamado apostasía. A pesar de no ser un proceso fácil, es un activo de amor.

“La rodilla se dobla

cuando las manos

están apabulladas

de fracaso”

Jorge Debravo, “La misa buena”.

La religión, como muchas otras formas de pensar y actuar, es una herencia familiar, social y cultural que nos construye según un estándar que está muy lejos de lo que podríamos ser si tuviéramos la libertad de decidir.

No es fácil digerir que, cualquier imposición, por “bienintencionada” que sea, es violenta. Limita nuestra forma de ver el mundo. Esta censura subjetividades y lesiona la posibilidad de una autoconstrucción sana, armoniosa y plena.

Yo crecí en una familia tradicionalmente católica. Desde ahí aprendí actitudes que hoy sigo practicando porque representan parte de lo que creo. El amor, el respeto y la solidaridad son espacios en los que trato de vivir y son metas a las que espero llegar. El ejercicio de convivencia en el mundo no es un camino fácil pero, precisamente, en esa construcción es donde crecemos como sociedad.

Sin embargo, esa misma raíz cristiana que me enseñó parte de lo que soy. Me enseñó la culpa y a sufrir la propia y la ajena. Me enseñó a complacer a otros arbitrarios y a no ser honesto conmigo mismo. Me enseñó a negarme como individuo.

El distanciamiento con dinámicas religiosas me hizo recuperar seguridad y sobre todo, la capacidad de vivir sin miedo. Decidí no arrodillarme. Solo de pie se está listo para la vida, con las manos libres para la plenitud. Decidí no rezarle a ninguna deidad, sino a convivir con la honestidad, la alegría, con el beso de la libertad. Decidí no comulgar con figuras de cuerpos sacrificados, sino con el amor. Ese es el territorio donde todos somos bienvenidos.

Aprendí a amar al prójimo y no entiendo a grupos de corte religioso que insisten en proclamar el odio, el rechazo y la humillación con otros. Me niego a fomentar la vida indigna a personas que son hermanas en la intrincada ruta que es la vida, vida que para muchos es sobrevivencia. Me niego a creer que todas esas humillaciones y malos tratos son necesarios para disfrutar la vida eterna a la derecha de un dios padre, único y arbitrario.

Me niego a creerme con la superioridad de decirle a otro como debe vivir su vida, a quién obedecer, a quién amar y con quién convivir. Me niego a comulgar con la idea de que la pobreza, la miseria y la humillación levantan mi alma y me acercan un futuro incierto, sustentado en una  fe manipulada por estructuras irrespetuosas que pretenden seguir violentando con ideas de exclusividad, de superioridad y de negación. La estandarización nunca ha sido y nunca será una herramienta que considere la dignidad humana.

Romper el nexo con la dinámica religiosa me hizo ver lo que significaba ser parte de una estructura vertical, dedicada a ostentar poder y privilegios. Después de mucha reflexión decidí definirme como “no practicante” sino como “apóstata”.  

Apostatar es repudiar, negar, desertar y así eran, precisamente, mis opiniones con la jerarquía de la Católica y con claridad apostaté. El proceso no fue fácil. Hacer un acto formal de abandono de fe –como es llamado en el lenguaje eclesiástico- no sólo significa renunciar a la fe cristiana. En esa acción se niega parte de la vida: momentos, enseñanzas, personas y actitudes a las que era necesario renunciar. Solo matizaron mi existencia con manipulación, irrespeto y arrogancia.

En mis reflexiones alrededor de la apostasía, pude comprender –y sigo haciéndolo- que mi formación cristiana era parte de mi formación como persona y que podía, con toda certeza, re-construir mis creencias: resemantizar unas  y eliminar otras.  

En esta práctica adecué mi amor al prójimo y ahora amo más: sin sesgo y sin temor. Reconozco en las otras personas necesidades que también son mías y trabajo la empatía para no juzgar, para no señalar, para no excluir.  Re-acomodé el amor propio y prioricé mi cuerpo, no como templo de entes escindidos y formas cuestionables y no como algo que poseo, sino como algo que soy, el primer espacio que habito, el territorio más honesto para definirme como ser humano,  el estado primordial donde coexisten mis subjetividades.

Aprendí que el amor hacia las demás personas y hacia uno mismo no puede estar matizado con misoginia. Uno de los primeros discursos sexistas que se verbalizaron ante mí, fue el de la creación de la vida según el Génesis y considero peligroso que se exalte a María, la madre de Jesús -el dios hijo- por ser modelo virginal, ¿no había otras características más útiles en la vida y más fáciles de cumplir?

Interioricé que el amor no puede coexistir con la homofobia, con la lesbofobia, con la transfobia y otros tantos miedos de que la gente sea feliz, ¿no entiendo porque la felicidad de unos representa incomodidad para otros? Comprendí que el amor de la Iglesia es sectario; no es amor.

Resolví que no me interesaba ser un buen cristiano, me interesa ser una buena persona. Busqué el acta de bautizo, redacté una carta parecida a este texto, me presenté a la curia Metropolitana y, algunos días después, me reuní con un sacerdote quien, en una “Acto formal” aceptó mi renuncia a la institución que él representaba. Me sentí libre y feliz de haber dejado de ser parte de una de las estructuras de poder que más mal le han hecho a la Historia de la humanidad; ya había comprendido que mi “espiritualidad” se estaba dañando en una institución de odio; parafraseando al poeta Jorge Debravo,  cuando se vive de pie y cantando, los de rodillas son los paganos.

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