El abandono es una violencia silenciosa, un golpe en el vacío sin vidrios rotos: su brutalidad consiste en el olvido. Pero es uno de los maltratos más frecuentes que viven nuestros adultos mayores. Algo paradójico en un país mariano y con una legislación tan aparentemente sólida. Esta crónica, a cuyos personajes, excepto el de Elizabeth, se les ha cambiado el nombre para proteger su identidad, pretende dar voz a los que no son escuchados.

Elizabeth pudo haber contado su historia, pero no lo hará. Dicen, en el Hogar de Ancianos Manos de Jesús de Cartago, que pudo haberles contado historias aprendidas hace muchos años a los escolares que por estas épocas suelen visitar el Hogar. Los habría juntado a todos, con ese carisma característico de ella y les habría preguntado, como siempre lo hacía, el nombre científico del yigüirro. ¡Turdus grayi!, les habría aclarado, en medio de una gran sonrisa, con ese conocimiento autodidacta que, a sus aún lúcidos 80 años, la hacía capaz de hablar con dominio de muchos temas a pesar de tener apenas la primaria.

De haber sido 30 de agosto, Elizabeth habría contado el último paseo del hospicio a Oreamuno de Cartago. Quizás habría admitido, de haber superado la vergüenza, que ese día se sintió especialmente mal. Fue una de las directoras del Hogar quien la atendió cuando una de esas bolsas para deposiciones que la acompañaba todos los días desde hacía 11 años (después de practicársele una colostomía) no pudo contener la diarrea que la atacó. Quizás habría contado que llevaba esos mismos 11 años sin ver a su hija; que, de hecho, en los casi tres años desde que llegó al Hogar, ella nunca llegó a visitarla. Pero no lo contará.

Otros compañeros de Elizabeth sí contarán su historia, como Rosario. Es un viernes de diciembre del 2013, por la mañana, y el viento sopla fuerte y frío, como siempre lo hace en Cartago. En ese entonces tenía un año de estar en el hospicio. Rosario se sienta en un poyo y no espera las preguntas. Habla sin parar mientras el viento mece sus aretes imitación de caoba.

Tiene 81 años y es vanidosa, lo dicen el porte con que lleva su blusa estampada de rombos que hacen juego perfecto con sus aretes, un reluciente crucifijo dorado pendiendo de su cuello, su cabello bien peinado y un maquillaje sutil en los labios que contornean una sonrisa tímida. El miedo no es algo nuevo para ella, no la agarró con los achaques propios de la vejez.

Desde joven padeció de presión alta y ataques de pánico, sus dos lastres desde que tiene memoria, antes de adherirse también la soledad. Para la presión alta lo intentó todo. “Por decir algo, si había cinco tipos de pastillas contra la presión, el doctor ya me había dado las cinco”, dice queriendo transmitir la frustración de sus doctores al no encontrarle remedio que le sirviera para controlarle la presión alta. Pero lo peor siempre fueron los ataques de pánico.

Desde niña su hermano tenía que llevarla a la escuela trepada en su bicicleta porque no soportaba la idea de encontrarse sola en la calle. Los ataques aumentarían en intensidad y frecuencia con la vejez, cuando Rosario ya pasaba a formar parte de ese 9.3% de la población costarricense mayor de 65 años, unas 441 mil personas, según datos de la última Encuesta Nacional de Hogares, publicada en el 2015.

Ausencia-(1)

Fotografía por George Hodan.

Quizás fue esta repetición obsesiva e involuntaria del pánico, más sus cada vez peores dolores de cabeza causados posiblemente por la presión alta, los que le hicieron tomar la determinación a su sobrina, Amanda, de enviarla a algún lugar donde la atendieran mejor. Fue precisamente con Amanda, a quien considera más como su hermana, y el esposo de ésta, con quienes vivió antes de llegar al Manos de Jesús.

La escena se repetía cada vez con más frecuencia:

Podía ser en la noche o en la mañana, al medio día o a mitad de la tarde. Sólo un oscuro e inexplicable chispazo en la mente de Isabel bastaba para que de ella se apoderara un pavor tan repentino como terrible.

—¡Qué hago! ¿Dónde estoy? ¡Qué es esto! ¡Me voy a deshacer, Dios mío!

¡Amanda! ¡Amanda! Gritó mientras corría a buscar a su “hermana” para abrazarla y sentir esa calidez protectora que impediría su desaparición. Entonces Amanda buscó un pañito y lo sumergió en agua fría para ponérselo a Rosario en la frente hasta que recobrara la calma.

Cuando lo cuenta, sus hombros se crispan, comienza a temblar y su mano se aferra a ese dios crucificado en su pecho. Cualquiera diría que le sobrevendrá el ataque, pero pronto vuelve al presente y nada pasa.

La vida se les fue complicando. Amanda hacía los mandados para el almacén de su esposo, y la atención de Rosario demandaba demasiado tiempo. Unos meses más tarde, Amanda le estaría explicando que debía enviarla a otro lugar, un asilo donde tuvieran el tiempo de atenderla.

—¿Rosarito, usted se iría a donde un centro de ancianos? —le preguntó.

“Sentí algo muy triste en mí cuando me dijo eso, pero accedí, porque yo entendía”, cuenta mientras desvía la mirada hacia el jardín. Dice Rosario que Amanda también sufrió mucho. Las funcionarias del Hogar confirman el amor que ella siente por su tía. Con el esposo de Amanda aparentemente era un poco distinto. “Él es más serio, un marido muy exigente. No es de hablar mucho. Es de decir nada más buenos días, hasta luego. Cuando me ponía mal me decía: ¡Diay! ¿Se siente jodida?”

Sus primeros meses en el Hogar fueron difíciles. El miedo era su acompañante permanente en los pasillos. Sufría de vómitos y mareos y no hablaba con nadie. Había que adoptar una técnica distinta que la ayudara a adaptarse.

—Elizabeth, tenemos la idea de poner a doña Rosario a compartir el cuarto con usted, quizás le haga bien su influencia —le propusieron los directores del Hogar.

Después de todo, Elizabeth era algo así como un personaje emblemático. Bailaba, cantaba, escribía poesía y podía pasar horas hablando del tango y contando historias de Argentina. Cuando llegó al Hogar, ayudada por la comisión de trabajo social, pidió ser ubicada en un cuarto sólo para ella. La razón: no quería molestar nadie. Ella misma cambiaba su bolsa de deposiciones, ella misma se aseaba y vestía. “No quiero morirme perdiendo la cabeza”, le dijo alguna vez a una de las fisioterapeutas.

Vivió sola desde que su esposo murió en el año 2000. Durante casi una década intentó la proeza de no depender de nadie, a pesar de esa maldita bolsa que siempre tenía que llevar consigo, a pesar del bastón que soportaba su aparentemente ligero pero, para ella, cada vez más pesado cuerpo de un metro sesenta y cinco.

Y a pesar de su conocida reticencia a tener compañera de cuarto, accedió a la petición con tal de ayudar a Rosario a superar sus miedos. Elizabeth pudo haberlo contado. Quizás habría dicho que se levantaba temprano para llevarla a rezar a la capilla, que la hacía acompañarla al jardín para que la ayudara a cuidar sus queridas flores. Pero ni eso funcionó. El plan de compartir el cuarto tuvo que abortarse menos de un mes después, aún antes de siquiera saber si tendría éxito.

Elizabeth pudo haber contado esa historia, que es en realidad la de muchos otros. En octubre del 2011, la C.C.S.S. anunció, alarmada, mediante una conferencia de prensa, que a ese mes registraban 733 casos de adultos mayores abandonados. Durante el 2015, solamente el Consejo Nacional de la Persona Adulta Mayor (Conapam) recibió 166 denuncias por distintos tipos de violencia en contra de ancianos. Pero cualquier estimación que se pueda hacer es aproximada.

El I Informe sobre el estado de situación de la persona adulta mayor en Costa Rica indica que existe un sub registro de los casos de abandono y maltrato entre la población adulta mayor, por lo que es difícil conocer su exacta incidencia. Algo irónico en un país que desde hace 16 años cuenta con la Ley integral para la persona adulta mayor, la cual pretende garantizar los derechos y calidad de vida de esta población.

Elizabeth no contó su historia, como sí lo hizo Roberto, mejor conocido como Beto en Manos de Jesús. Nació un 9 de febrero hace 76 años, en el hospital Max Peralta de Cartago. No se sabe mucho de su pasado, pero como si fuera una broma cruel del destino, poco más de 60 años después, llegaría a dormir en las gradas de una clínica al frente de la Unidad de Emergencias de ese hospital.

La comisión de trabajo social del hospicio lo encontró una noche de diciembre del 2011 frente a Emergencias, esperando a que la clínica cerrara para poder acomodar sus cajas de cartón y la enorme bolsa plástica de jardinería que le servían para calentarse. Tres noches atrás, lo habían buscado sin resultado alguno. Parecía escabullirse con la agilidad nocturna de un gato. Ahora cuenta su historia sentado en una banca fuera de la capilla. Lleva un sombrero estilo panamá, camisa naranja y una chaqueta de mezclilla azul que se cuelga del hombro derecho con algo de digna despreocupación.

Lo encontraron con el cabello y las uñas larguísimas, y sin la más mínima intención de asearse. Cuando le dijeron que lo primero que harían sería darle un buen baño, rechazó la propuesta. Los benefactores dejaron sus datos con los funcionarios de la Cruz Roja del hospital por si Beto cambiaba de opinión. Unos días después, el desarrapado y mal oliente septuagenario que los rechazara, se estaba dando su primer baño en mucho tiempo.

Al igual que Beto e Isabel, Elizabeth pudo haber contado su historia, pero no lo hizo. El día de aquel último paseo, hubo que cambiarle toda la ropa, y su condición no mejoraría. Rápidamente fue perdiendo esa energía que derrochaba en el jardín; en los juegos que inventaban las fisioterapeutas para mantener los ánimos altos y las gastadas articulaciones flexibles; en sus canciones, cuando cantaba un trozo en español de Dios salve a América o Consejo de Oro, ese triste tango en el que Agustín Magaldi canta la muerte de su padre…

Sus ganas de aferrarse a la vida fueron reemplazadas por un cansancio irrevocable. “Lo que yo tengo, sé que es más malo que antes. Este es el principio del fin, debo tener paciencia y dejarme llevar por Dios”, dicen que dijo.

La madrugada del 13 de setiembre del 2012, un enfermero de la pequeña clínica del hospicio la encontró muerta. A las 11 de la mañana la enterrarían. Quienes fueron a verla la encontraron con el rostro cubierto por un velo blanco. Algunos funcionarios del Hogar dicen que ella lo pidió así para que, si llegaba su hija al funeral, no pudiera observarla.

No fue necesario, su hija nunca llegó.


Fotografía principal de Ahmed Al Badawy. 

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