“What we´ve got here is failure to communicate”
Cool Hand Luke, 1967

¿Seremos capaces de bailar por nuestra cuenta ? 
¿Seremos capaces de bailar ?
Café Tacvba, RE

1. La primera imagen es la de mi primo R, abajo en la plaza, con un cilindro de acero lleno de  nitroglicerina y dióxido de silicio en la mano derecha, me lo enseña desde lejos, sacudiéndolo de izquierda a derecha en el aire.

Lo veo con los binóculos de mi papá, desde la cima del monte. Algo trata de decirme con sus gestos, algo que no entiendo.

2. Cuando me casé y me fui de casa mi mamá me dio una caja con papeles y cosas que había guardado desde 1979. Habían garabatos y parrafitos del día de la madre o del padre, fotos, calificaciones, notificaciones. En uno de esos papeles encontré el borrador de una carta a Santa Klaus del 89. Amablemente le decía: “Querido Santa: quiero Pyromania de Def Leppard, estrellas ninja, un pedo químico, Sea Monkeys y Risk” Esa fue la última carta que le escribí, ese fue el último mensaje de nuestra relación epistolar, en todo caso, unidireccional e interesada de mi parte.

Entre los papeles también encontré un sobre, y adentro, entre las fotos viejas, una en la que salgo abrazando a mi primo R que era dos años mayor que yo y que acababa de regresar de otro país. En la foto nos estamos conociendo.

R, con 600 días de ventaja es quién me abre los ojos al mundo, es el responsable de acompañarme, desde la aparente ventaja de los días a cruzar el extraño umbral entre la infancia y la adolescencia. R lo hace a la altura.

Un par de veranos después estamos en una carnicería comprando la antena de canal 19. Ese día R está en el techo apuntando la antena hacia Desamparados adonde se cree está la parabólica. Yo, en el cuarto, aseguro el cable a los tornillos de la tele y él desde el techo, ese lugar al que los niños ya no tienen necesidad de subirse, comienza a recitar el canon de la sincronización:

—¿Ahí?
—No
—¿Ahí?
—No
—¿Ahí?
—No
—¿Ahí?
—No
—¿Ahí?
—No

Insistimos, yo en el cuarto y mi primo en el techo. Nuestra generación es de prueba y error, crecimos soplando cassettes, hackeando hardware, no nos damos por vencidos porque sabemos que algo se esconde detrás de la estática y de las hormigas. Entonces mis ojos brillan como los de Rodrigo de Triana cuando ve la costa del nuevo continente por primera vez. Y es que la analogía no es menor: estoy sintonizando América, viendo las imágenes que vienen desde Chicago en el mar de la señal abierta de la UHF.

Para ese momento los muñecos, los partidos de fútbol, la programación del medio día, la leche con galletas y todo lo que me interesaba se vuelve infantil y sin gracia. Todo eso se engaveta, se mete en cajas, entre papeles y fotos y ya nada importa porque ahora salís de la casa por la puerta grande y afuera está el mundo: el fin de la infancia en los primeros bailes, en los Belmont Extremos y en la Tropical a setenta y cinco colones, en las primeras páginas de Pet Samatery, en una portada de Dinosaur Jr, en Use Your Illusion II. R  y yo entramos desbocados en la edad de las malas ideas.

Esa navidad compramos pólvora por primera vez. Unos meses después, cuando nos topamos cerrados los chinamos de Guadalupe y es imposible conseguirla, comenzamos a fabricar las bombetas en casa.

Al inicio son pequeñas, hechas con las cabezas que le cortamos a los fósforos, envueltas en la lija del lado de las cajitas. Al presionarlas, los fósforos se encienden y si la presión es la justa el paquete estalla. Es emocionante ver cómo la energía liberada rompe lo que sea y reventamos cajas de cassettes de música, botellas de vidrio, muñecos viejos.

No sé bien cómo mi primo consigue la receta, seguro del chino.  Necesitamos una lata vacía de betún, una botella de vidrio, y ácido muriático. La primera la hacemos con aguarrás y usamos unas monedas. Había que tener cuidado de no llenar la botella. De esa tarde queda la cicatriz de la esquirla en mi pierna izquierda. Los días siguientes traté de andarle de lejos a mi mamá para que no notara que renqueaba. La que despedazó el basurero del parque fue una de esas, también la del caño por la iglesia.

Creo que es también el chino el que le consigue a mi primo los líquidos.  Esperamos más de una semana, planeando. Un día vamos a otro barrio y, en un costado de la plaza, hacemos un hueco para esconder el cilindro. Dejamos por fuera setenta y cinco centímetros de mecha para tener el tiempo suficiente de correr al monte y verlo todo desde ahí. Un grupo de otros niños llega a jugar fútbol y tiran sus maletines al lado de la cancha cerca de R. Yo corro hasta arriba y mi primo se esconde cerca de los árboles para encender la mecha sin que lo vean. Solo queremos asustarlos.

3. La última imagen es igual a la primera y en ella se ve mi primo R a la distancia y a través de los binóculos, a los costados todo se hace borroso, oscuro. Está abanicando un brazo en el aire. Siento que mi infancia tiene los segundos contados, sé que aquí termina. Entonces pienso que la bomba se cebó porque ahí está él con el cilindro de dinamita en la mano derecha, lo aprieta con fuerza. Me lo está enseñando desde lejos, sacudiéndolo en el aire. Los otros niños se acercan a él y lo rodean. Una columna delgada de humo todavía sale del tubo y mientras más lo mueve, más sale. R no se da cuenta porque mira hacia arriba, en mi dirección, sabe que lo estoy viendo. Me hace señas, está tratando de decirme algo con sus gestos, está tratando de decirme algo, algo que yo no entiendo.


 

Imagen de header: Luciano Goizueta

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