De cuando uno se pone en ridículo y aprende a disfrutarlo.

Descubrí el karaoke hace varios años inmiscuida en la vergüenza ajena. Ante los ojos de varios desconocidos, mi mamá sacudía sus carnes junto a un grupo de amigas borrachas cantando a puro galillo alguna ranchera. Fue en la inauguración de una tienda en San José. Ella se disfrutaba, y disfrutaba el molote de 4 o 5 estruendosas voces repartidas en un solo micrófono.

Todo eso me pareció un acto de valentía pura: no sólo atreverse a desgarrar la garganta, sino a hacerlo frente a un auditorio, por más pequeño que fuera. Yo estaba en esa edad, como a los doce, en la que todo clasificaba de “paque”, “polo” o “chorbi”. Sin embargo, presenciar ese desprendimiento de toda dignidad humana fue sin duda un momento cautivador. Quizás ahí aprendí la riqueza de ponerme en ridículo varias veces al día, como ejercicio de salud mental.

Por mi parte, ascendí progresivamente: de conciertos en la ducha pasé a espléndidas presentaciones en diversos karaokes josefinos. Digo espléndidas porque me lo creo, y eso es suficiente para mí. Aún así, si se trata de ser honesta, quiero confesar que el hábito lo hace todo más fácil: ir a los mismos sitios, conocer la lista de canciones y distinguir anticipadamente las posibles exigencias de los espectadores.

Esta vez, contrario a mis propios principios performáticos, decidí visitar un karaoke que me fuera ajeno. Para ello, me cambié hasta de provincia, vaya osadía. Carlos, vecino de Heredia y fiel acompañante de mis juergas karaokísticas, me recogió en la parada del tren, listo para llevarme a conocer su hometown.

Nos adentramos así en el bar Azteca, a 100 metros del mercado viejo. Desde la entrada principal se extendía una barra larga hasta el fondo, donde unos cuantos noctámbulos tomaban lo que les podía rendir un viernes de no-quincena. Dos teles transmitían las Olimpiadas y la novela inaudible del 6. Al final de ese corredor, se abría paso una sala más amplia con mesas repartidas y 4 pantallas planas apuntando a cada extremo.

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Al lado izquierdo del cuarto, arrinconada entre el anonimato y las luces fluorescentes, se encontraba la mesa de las complacencias, desde donde el animador/presentador/programador parecía tener ligeros problemas con uno de los micrófonos, que le cortaba la palabra en medio de sus exageradas inflexiones: Ssseguimos con másss de la buueena músssica. Ahora al rrritmo de La Lobaaa. Y en la pared justo al lado, un letrero que decía varios costarriqueñismos a la vez: «Economice agua, tome guaro».

Yo no me había sentado aun cuando Carlos ya tenía un chifrijo en la mesa. Lo comía de manera demasiado despreocupada para mi gusto, quizás sin entender el riesgo inminente de pelarnos el rabo: no había libro de repertorio y era tanta la libertad, que nos quedaba grande. Parecíamos dos niños sin tutela en una cocina sin recetario, analogía perfecta para explicar nuestro desamparo.

Supe que apresurarme no era la mejor opción, por lo que dejé a dos o tres colegas lanzarse a la pista. Español – Románticas – Clásicas, tres categorías dominantes que fijé como puntos cardinales. Escudriñé largas listas de Internet hasta que, sin buenos augurios, opté por pedir Que lloro de Sin Bandera, creyendo que la melosidad podría engatusar a mis oyentes.

Tuve que esperar por varios minutos: para los fieles asistentes al karaoke, es más que sabido que la paciencia es un sabio ejercicio. Nunca dije que fuera sabia. Entre canciones ajenas y videos de reggaetón, sufrí de espasmos crónicos y casi me como las papas abandonadas de la mesa vecina. Afortunadamente, en el momento de ser anunciada se refirieron a mí como “esta dama” y experimenté un reconfortante sentimiento de compensación. Casi como si las las fuerzas universales hubieran alcanzado un balance cósmico.

Pero el universo no andaba tan optimista y me dejó claros sus planes, apenas entonada la primera palabra de mi canción: me perdí catastróficamente en un registro demasiado grave, que dejó profundamente frustrada a mi Donna Summer interna. Carlos me relevó a pedazos, no sin reclamos: Eva, vos nunca prevés eso del tono. Y es cierto… ante cualquier infortunio, yo conservo la calma y cedo el micrófono.

Tristemente, nuestra amistad no fue suficiente para evitar los escasos aplausos. Él por su parte, escogió a Franco de Vita. Interpretación magistral, mucho más exigente que la mía y con un auditorio más entusiasmado. Sabía que tenía que reivindicarme, pero sería en la siguiente parada: el karaoke Albinos, en Santa Cecilia de Heredia.

Atravesamos algunas calles hasta llegar a nuestro nuevo destino. A mano derecha, se abría paso un gran parqueo que preveía la llegada de varios visitantes. “En viernes de quincena, esto sería otra historia Eva” me dijo Carlos mientras acomodaba el carro en reversa.

Daniel y Pamela se nos unieron en perfecta sincronía, solo unos segundos después. Ya armada la pandilla, lo único que necesitábamos era manejo de nervios y precisión histriónica. A las puertas del local, los llantos musicalizados de Amanda Miguel nos dieron la bienvenida. Se trataba de un gran galerón oscuro apenas iluminado por ciertas lucecillas disparadas al techo, con dos pantallas gigantes proyectadas a cada extremo y una barra extendida a lo largo.

Una vez acomodados, hubo decisiones que tomar. ¿Enyucados o patacones? ¿Rocío Dúrcal o Belanova? ¿Mandar a callar a los malcriados de la mesa vecina o corearle las canciones al dúo de la barra? Carlos escogió corear, mientras yo tuve un destello epifánico: el karaoke es el espacio ideal para descubrir lo que reproducen las canciones.

Tomemos como ejemplo Hacer el amor con otro de Alejandra Guzman. Clásica entre las clásicas, pieza incuestionable de la plancha moderna. Su temática trata de una mujer ligeramente afligida: “Blanco como el yogurt / sin ese toro que tú llevas en el pecho / fragilidad de flor / nada que ver con mi perverso favorito” “Quise olvidarte con él / quise vengar todas tus infidelidades” y ahí sigue la cosa. Lo del yogurt no tiene precedentes, sólo comparable a los versos más elevados de Arjona. Y el resto, persistentes retazos de lo que popularmente se conoce como “lo hecho mierda”.

Y continuando con los desatinos, en Albinos Bar tampoco había libro de repertorio. La era digital atacando hasta la médula. Ahí cantamos, reímos y vivimos momentos de inmenso júbilo. Pero después de varias idas al baño, innumerables miradas al celular y 3 horas de espera entre una canción y otra, mis encantos ya se habían desvanecido.

Pensé que era momento de partir con la frente en alto y el maquillaje intacto, pero la noche tenía planeadas aún muchas maneras de sonrojarme. Justo a tiempo, Alejandra elevó su voz vía Whatsapp desde las profundidades del Marisco Vivo y nos invitó a adentrarnos en él. Yo experimenté un éxtasis hermoso, sólo comparable con encontrarse 10000 colones en la bolsa del pantalón. Nos dirigimos a la Sabana, donde el tan aclamado karaoke nos abriría sus puertas, y nosotros el corazón.

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El escenario fue más que deslumbrante. La grandiosa entrada nos recibía con un enorme marisco sonriente colocado en las alturas con luces de neón y acompañado de pictogramas asiáticos. En sus adentros lo que se destacaba era la amplitud: un gran salón iluminado, donde el olor a dim sum de camarón prevalecía por encima de cualquier perfume.

Preguntamos por el karaoke, un poco sin saber la dinámica: resulta que uno alquila una habitación, donde cabe una degenerada multitud de amigos y listo. Sube las escaleras, atraviesa un pasillo sospechosamente alumbrado con luces de neón, entra a uno de los tantos cuartos en cuestión y canta feo, o como le de la gana.

Ale nos recibió en la puerta, desde donde se percibía un gran grupo de personas (mayoritariamente desconocidas) repartidas entre un largo sillón en U y el espacio frente a la pantalla. Era una fiesta de cumpleaños que llevaba varias horas, donde las alianzas y las rivalidades ya estaban establecidas. Nosotros, los outsiders.

Permanecimos queditos y prudentes por algunos minutos mientras yo me sorprendía con las grandes interpretaciones de Wisin y Yandel, Shakira o Nicky Minaj. Sin querer desmeritar a los performers, todas las canciones contaban con un efecto reverb incorporado, que camuflaba eficientemente las deficiencias vocales y transformaba la vergüenza en un caudal de autoestima. Las piezas se seleccionaban desde una llamativa pantalla táctil cuya interfaz era confusa, pero de inmensas posibilidades. Y mientras unos se retiraban, nosotros nos volvíamos uno solo con el ambiente.

Dejaron de importar los protocolos: no teníamos nombre, apellido ni pedigree, pero nos unían los hits de Rihanna, Drake y Justin Bieber. Así, poco a poco fuimos integrándonos a la celebración, sin poder distinguir lo hipster de lo ancestral: el ritual de la oralidad, de la veneración rítmica, del festejo alcoholizado en torno a una fogata. Casi como enseñanza poética, el karaoke representó en su eco infinito el placer de cantar en colectivo.

Y esa perfecta conjunción duró como hora y media. Después de nuestra llegada, hasta el cumpleañero abandonó el barco y nos cedió su fiesta de karaoke. Fuimos los últimos en llegar y los últimos en irnos. Movida un tanto patética, que glorificamos hasta las últimas consecuencias: hicimos nuestro mayor esfuerzo por preservar los instintos cavernícolas, brincando fervientemente en ese amplio sillón vacío y cantando todas las canciones que la noche nos había negado.

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No pudo nadie contra nosotros, ni la vergüenza ni la moderación, porque éramos amigos y rebeldes. *Se aclara la garganta* Lo siento, he mentido y me retracto, pues nunca he negado (y no voy a empezar ahora) mi naturaleza “punk-light”: única y exclusivamente las responsabilidades del día siguiente fueron capaces de detener nuestro maravilloso descenso al mundo de la auto-degradación deliberada.

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