Las películas del Costa Rica Festival Internacional de Cine reflejaron una realidad que está luchando por cambiar cada día, y lo hace por medio de personajes tangibles y representativos del mundo en el que vivimos.

La semana pasada fue estimulante e intensa. Gracias al Costa Rica Festival Internacional de Cine, del 10 al 18 de diciembre se proyectaron 64 películas en distintas salas de San José (el Cine Magaly, el Teatro de la Aduana, el CENAC, entre otros) a distintas horas del día.  Esto no sólo llenó el calendario de una atractiva y abrumadora oferta cinematográfica, sino que hacía dolorosamente difícil escoger entre dos películas que se daban a la vez en dos locaciones. O, para aquellos que cargamos con un trabajo de ocho a cinco, tenerse que conformar únicamente con la propuesta nocturna, a sabiendas de que había más. Tanto más.

Quiero mencionar que la organización y la programación de esta edición del CRFIC estuvieron muy bien logradas. Omitiendo un par de problemas técnicos que hubo con proyectores defectuosos, todo procedió de forma armoniosa y agradable. La mayoría de las películas que vi me dejaron satisfecha y hasta sorprendida, y la calidad de las proyecciones fue impecable. Incluso en un teatro como el de la Aduana, que claramente no está hecho para ver películas era imposible sentarse en las butacas centrales y no ver 37 cabezas al frente de uno tapando los subtítulo, el sonido y la resolución de la imagen contribuían a brindar una buena experiencia cinematográfica.

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Foto por Pablo Murillo

Viernes 10 de diciembre. Cine Magaly. En la inauguración hablan la Ministra y el Viceministro de Cultura, el director del Festival, Marcelo Quesada, y la directora de la película que abre el evento. Marcelo habla de un “cine sin maquillaje” (leitmotiv del festival), lo cual tanto a nivel metafórico como literal viene con muchas implicaciones (técnicas, conceptuales, formales) que vendrán a enmarcar las películas proyectadas. La mujer a la que le cede la palabra tiene presencia y carisma, y explica que su película tuvo un fuerte impacto en su país de origen por la temática que trata. Si bien en otras partes del mundo puede parecer menos polémica, en Latinoamerica resuena fuerte. Es un “espejo del pueblo”, dice.

Es la brasileña Anna Muylaert, directora de Una segunda madre, un largometraje que me deja con la sensación de que este festival viene con buenas cosas. Lo que me impacta más y me marca profundamente es este otro leitmotiv que noto a lo largo de la semana. Uno que no sé si sea intencional, pero que me agrada.

Y es que recurren las mujeres en este festival. Mujeres fuertes, independientes, decididas. Mujeres dirigiendo y mujeres protagonizando, y ninguna es un cliché. Lo veo en distintas películas: Una Segunda Madre nos presenta a Val, una empleada doméstica que ha dedicado casi dos décadas a trabajar en una casa de burgueses adinerados criando a un hijo ajeno y amándolo como si fuera el propio mientras su hija biológica crece lejos, a kilómetros de distancia, a cargo de otra mujer.

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Cuando la conocemos, Jessica nos sorprende en su adolescencia tardía con su inteligencia y conocimiento de arquitectura y arte, con su curiosidad por el mundo y su desenvoltura en una casa tan distinta al ambiente en el que ha crecido. A la madre de la familia para la cual Val trabaja le choca esta desfachatez de Jessica, el hecho de que se comporte como si estuviera en su casa. ¿Quién se cree? Si es la hija de la criada. A Val también le choca este desfase entre lo preconcebido y lo factual, y aquí nace el conflicto que refleja violentamente las brechas sociales que plagan Latinoamérica.

Si bien el largometraje trata de una historia brasileña y hay circunstancias en las que podemos no identificarnos, a nivel macro nos sentimos íntimamente reflejados porque todos conocemos a esa “empleada”. O trabajaba en nuestra casa, o en la de nuestra mejor amiga, o era la mamá de un amigo, o es la nuestra. Es imposible no leer esta historia desde nuestra historia personal, latinoamericana. Y ahí es donde yace su fuerza. Las dos son mujeres reales sin maquillaje y encarnan vívidamente las dinámicas cuasi-feudales que innegablemente siguen existiendo en nuestro continente.

Tras verme marcada por el brío de estas dos protagonistas, empecé a notar un patrón que me agradó mucho. Granny’s Dancing on the Table, de la directora sueca Hanna Sköld es un largometraje que retrata a Eini, una adolescente taciturna que ha crecido aislada de la sociedad en algún rincón forestal de Suecia con su padre. Este descarga su ira, frustración y miedos sobre ella de las formas más violentas, sutiles y explícitas. Paralela a su historia se narra el relato de su abuela, quien también había nacido y crecido en esa casa en medio de la nada, pero quien había tomado la audaz decisión de ir a París a buscar algo más de la vida que arar la tierra todos los días.

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Fotograma de «Granny’s Dancing on the Table»

Se utiliza el recurso del  claymation (animación creada con marionetas de plasticina u otro material maleable) para yuxtaponer estas vidas totalmente opuestas. Esta resulta una escogencia formal versátil e interesante a la hora de retratar escenas de mucha violencia, mientras vemos el desarrollo psicológico de Eini como víctima de abuso, y la forma en que decide enfrentarse a su realidad. Es casi una historia de niño salvaje, salvo que en la historia queda claro que la educación intelectual de Eini en manos de su padre ha sido sumamente rigurosa. Se me pone la piel de gallina cuando descubro que el guión lo escribió la directora, y que es autobiográfico.

La película presenta unos paisajes visuales abrumadores, una fotografía impecable, pulcra y netamente nórdica. El silencio se presenta casi como un tercer protagonista, y crea una pared infranqueable entre Eini y el resto del mundo. Las pocas veces que se rompe el silencio, el estruendo hace temblar el piso bajo mis pies. Siento la vibración en la butaca. La edición de sonido es soberbia.

Finalmente conozco a Lale, la protagonista de Mustang, una producción turco-francesa de Deniz Gamze Ergüven, y me terminó de convencer de que no es cosa mía: Este festival está lleno de mujeres inquebrantables. Lale es la menor de cinco hermanas pre-adolescentes y adolescentes que, después de haber sido vistas jugando y “coqueteando” con muchachos a la salida de la escuela, son confinadas por su tío y su abuela a una especie de arresto domiciliario. El rumor de sus “actitudes promiscuas” crea un escándalo en el pueblo, y el tío el hombre de la casa y encargado de las chicas desde que sus padres fallecieron enfurecido, decide que ya no va a permitir que se exhiban de esa forma: nadie las va a querer. Porque, claro está, su único valor yace en la integridad de sus hímenes.

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Fotograma de «Mustang».

Así, muy a lo The Virgin Suicides (1999), las encierran en la casa y una a la vez empiezan a conseguirles marido. Lale ve a sus hermanas irse de la casa, poco a poco, mientras maquina febrilmente una forma para zafarse de ese mismo destino. No es difícil encariñarse de esta niña decidida e ingeniosa, que lucha con todas sus fuerzas por asegurarse una vida distinta, que contenga más que lo que todos le repiten que le espera: un marido, hijos, una vida doméstica, y resignación.

Otras películas como Te prometo anarquía (México) y An (Japón) retratan minorías o sectores de la población que también son abusados, excluidos, aislados de la sociedad por lo que son y representan. La primera es una historia de Miguel y Johnny, dos muchachos que no hacen mucho más que andar en patineta, pegarse la fiesta y vender sangre para el narcotráfico. Miguel es de familia de clase media-alta; Johnny es el hijo de la empleada doméstica de la familia de Miguel. Miguel y Johnny son amantes, aunque este último tiene novia, y no parece tener planes de dejarla.

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El drama muestra la dura realidad del tráfico ilegal de sangre en México cuando los dos protagonistas se meten en algo más grande de lo que pueden manejar y caen en cuenta de lo despiadado que es el juego en el que se han enredado. La relación entre los chicos es retratada sin cursilería ni romanticismos, al igual que el resto de los temas en la cinta. El filme muestra claramente lo difícil que es ser homosexual en una sociedad con altos índices de machismo y de homofobia, en la que “puto” es el denominador de referencia para los que escogen una sexualidad “alternativa”.

An, en cambio, es una historia dulce que gira alrededor de tres personajes distintos en todo aspecto, y sin embargo, unidos por la soledad. Tokue, una señora de 76 años, llega a la pequeña tienda de dorayaki (panqueques japoneses rellenos de pasta dulce de frijol rojo) que maneja Sentaro, y le ruega que le permita trabajar con él. El salario no importa: ella solo quiere preparar dorayaki, este ha sido su sueño desde siempre. Al mismo tiempo conocemos a Wakana, una cliente recurrente de Sentaro que está terminando el colegio y no sabe qué va a hacer de su vida. Su mamá le dice que para qué quiere estudiar si “ir al instituto no le da de comer”.

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A medida que avanza la historia, descubrimos que tanto Tokue como Sentaro tienen un pasado oculto y por el cual se les niega cumplir sus sueños. La primera mitad de la película es alegre y entretenida, fascinando al espectador con la preparación del anko (pasta de frijoles rojos) y de los panqueques, pero hacia el final se va inclinando más hacia el patetismo, intentando sacarle lágrimas lastimeras al público. Eso sí, la fotografía y las tomas de los árboles de cerezo florecidos le dan una atmósfera casi meditativa al largometraje, de la cual es muy agradable salir teñida.

Este cine sin maquillaje sirve de ventana hacia el mundo porque como dice Miguel Gomes, el cine debería tener alguna conexión con la realidad, reflejando realmente cuales son las temáticas que más nos inquietan en la actualidad. Hay mujeres abusadas, hay gays, hay trans (Tangerine), hay personas con discapacidades (Margarita with a Straw, Cemerety of Splendour, An), y la lista sigue. Todas las historias tratan de mucho más que el hecho de ser una “minoría”.

Resulta revelador que sea una temática tan recurrente, y creo plenamente que estamos en un momento histórico de gran cambio social. La aceptación de la otredad es cada día más fomentada y defendida en las redes sociales, en la publicidad y los medios en general.  Es muy esperanzador ver cómo el cine se une casi en unísono a esa lucha por aceptar que, a fin de cuentas, las etiquetas y las categorías las inventamos nosotros, y nadie más.

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