Caracas es enorme, tiene varios millones de habitantes más que toda Costa Rica. Cuando arribé al aeropuerto Simón Bolívar me supe privilegiado: ¿alguna vez han estado en el ojo de un huracán?

“De América soy hijo: a ella me debo. Y de la América, a cuya revelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro, ésta es la cuna. (…) Deme Venezuela en qué servirla: ella tiene en mí un hijo.”

José Martí

El mar Caribe a la izquierda, Maiquetía a la derecha y una mezcla de ansiedad y excitación. Así llegué a Caracas una mañana de enero de 2016, para hacer lo que más me gusta hacer: perseguir historias para fotoreportajes. La desinformación fuera de Venezuela era descomunal, como sigue siéndolo hoy, de modo que traía mil preguntas en la cabeza.

Aunque estaba enterado de la guerra económica y de los renovados esfuerzos de la oposición venezolana por tumbar al gobierno de la revolución, desconocía la magnitud de la coyuntura. Estaban todavía recientes los eventos del 6 de diciembre de 2015, cuando la oposición cosechó el fruto electoral del descontento de una parte del electorado, tradicionalmente chavista. Mi mejor termómetro serían las personas, las calles, los mercados, la cotidianidad.

A veces, de manera inexplicable, la vida encadena los acontecimientos. A Nathali, por ejemplo, la conocí en esos primeros días en el Teatro Teresa Carreño. Fui a ver la proyección de un material sobre el Caracazo y allí estaba. Nos presentaron y nos hicimos amigos.

Conociendo la ciudad

Con Nathali me subí por primera vez al teleférico Warairarepano y aprendí que el imponente cerro del Ávila es un buen punto de referencia por ubicarse al sur de la capital. Me enseñó que los atardeceres mágicos de aquel verano, largos y de un naranja intenso, eran consecuencia de la calima. Me llevó a recorrer el Bulevar de Sabana Grande, que antes de la revolución era territorio de la delincuencia y ahora es un espacio público recuperado y lleno de vida.

Me explicó el funcionamiento del metro de Caracas y me dio un tour por la zona adinerada de Altamira. Fuimos al cine y me mostró algunas opciones para tomar café. Gracias a ella pude comprender mejor la locura de los bachaqueros, la especulación y los precios alterados adrede por comerciantes y mercaderes. Me enseñó a pedir cambures y no bananos, auyamas en vez de ayotes, con el consecuente beneficio económico.

Y en una de esas salidas me llevó a La Estancia PDVSA, un oasis en medio de la gran ciudad. Árboles y zonas verdes, actividades deportivas y culturales permanentes; un punto de encuentro y descanso. Antes, La Estancia PDVSA era de uso exclusivo de las tradicionales clases adineradas, otrora vinculadas a la empresa petrolera estatal, pero hoy permanece abierto al público sin discriminaciones. Fue precisamente ahí, en el corazón de Altamira, mientras caminaba junto a Nathali buscando historias, que encontré a Carmen y a Jacobo del Círculo de bebés.

El círculo de bebés

Se trata de un espacio semanal, conformado por padres, y sobre todo por madres y bebés. Es gente que opta por la crianza respetuosa, no violenta y que le apuesta a la lactancia materna. La idea es que los bebés socialicen entre sí, mientras que padres y madres se acompañan en ese viaje intenso que es la crianza.

“Nos reunimos los viernes en la tarde, siempre hay por lo menos una mamá con su bebé ahí” (…) “lo que se hace es simplemente compartir experiencias, tener esa garantía de que siempre va a haber alguien ahí para apoyarte, cuando has tenido esa mala semana, ese mal día, mucha incidencia de gente alrededor que te ha hecho dudar, tienes a toda la tribu sosteniéndote…” Me contó Carmen en aquella ocasión.

Me habló sobre el trueque de pañales y la búsqueda de alternativas para contrarrestar los efectos de la guerra económica. Gracias a Carmen y Jacobo di con más historias y fueron posibles nuevos encuentros.

Otra de las maneras que encontré para medirle el pulso a los acontecimientos fue asistir a las manifestaciones. Si algo hay en Venezuela es democracia en las calles. A cada marcha opositora le acompañaba una contramarcha chavista. Durante mi estadía se dieron muchas movilizaciones de diversos sectores de la sociedad: juventud, pobladores, las misiones, mujeres, estudiantes, transportistas, los Consejos Locales de Abastecimiento y Producción, etc.

En una de las manifestaciones opositoras escuché a dos señoras conversar acerca de las pacas de harina pan que habían comprado en Internet y de lo caro que estaba poder comer arepas. Por esos días, la harina procesada estaba acaparada o era vendida con un grosero sobreprecio. Prácticamente había desaparecido del plato del venezolano pobre o de clase media. Y cada paca de harina pan costaba más que el salario mínimo de ley en ese momento.

Y estas señoras hablaban de “las pacas”. Decidí voltearme y hacerles una foto, indignado, y al ver que un fotógrafo extranjero les apuntaba con la cámara empezaron a gritar: “¡Tenemos hambre! ¡tenemos hambre!” y a gesticular sobándose la barriga. No miento. A lo largo de los meses que viví en Venezuela vi a opositores comprar botellas de vino que costaban dos salarios mínimos “para acompañar la cena”, preparar platillos finos y comer en restaurantes de lujo.

En otra de esas marchas le hice una foto a un señor del Partido Comunista, que luego me buscó para decirme que había sido guerrillero y que tenía 70 años de militancia, y en otra conocí a un adorable y viejo hippie con amor en las barbas. Vi rostros, muchos rostros, fundirse con el de Chávez, y tuve la oportunidad de conversar con una gran variedad de gente. Incluso con algunos opositores, cuando todavía sus movilizaciones no estaban en manos de grupos extremistas. Camino a una de las marchas del chavismo vine a conocer a Luisa.

Luisa y su nieta en frente del Urbanismo de la Gran Misión Vivienda Venezuela en el que habitan. Fotografía: Allan Barboza-Leitón.

Bailar salsa en la plaza

Con Luisa aprendí a decir “¡Naguará!” y bailé salsa en la Plaza El Venezolano. Salsa brava, no joda, con ella y con cinco amigas de ella que todos los viernes, sábados y domingos se reúnen a bailar la tarde entera en ese espacio. Y después a seguirla en la Plaza Lina Ron, hasta bien entrada la noche.

“La salsa la traen en las venas y no solo en los buses”, recuerdo haberme dicho mentalmente, entre sudores y quiebres. Y bailando con Luisa nos dimos cuenta de que nacimos el mismo día, con apenas algunos años de diferencia.

Me contó sobre la Gran Misión Vivienda Venezuela, que ya entregó la vivienda millón setecientos mil de una meta de tres millones. Ella comprende bien ese programa de gobierno porque forma parte de una organización de base que, desde antes de la revolución, busca dar soluciones habitacionales dignas a la gente pobre. Su lucha tuvo eco en Hugo Chávez.

Antes, las mejores tierras estaban exclusivamente en manos de los sectores adinerados, y eso ha cambiado. Me contó además, entre otras cosas, cómo sobrevivió de milagro a los disparos de un francotirador golpista en el año 2002, cerca de Miraflores, y de cómo ella se siente dignificada por la revolución.

Niñas de un centro escolar muestran sus entradas de cortesía para una función del Festival de Teatro Caracas 2016. Fotografía: Allan Barboza-Leitón.

Son tantos los nombres y tantas las historias: Gabriela y Amira con quienes atesoro tardes en los Parques del Este y el Oeste; Rosmary la artesana y Emily, la asistente de radio; el chef rockero Rafael; los enamorados Génesis y Andrés, Yemilin y su perrita. También mi querido Matute, el más ilustrado vendedor de libros que conozco, esposo de Yineth y padre amoroso de Alegría; Pablo y Ambar con sus niños Alí y Aram; las bailarinas Patricia y Salomé con los pequeñitos del 23 de Enero; Joglis, el vendedor de perros calientes con huevo y José, el motorizado; Dayana y Junior; Mario invitando a un pabellón con casabe y galerón del oriente… ¡son tantas las anécdotas!

Nunca olvidaré que en Altamira, a las afueras del Automercado Plaza «Clase aparte», me tomé un café y tuve una interesante conversación con una odontóloga que fue ajedrecista olímpica, mujer opositora, a quien escuché con respeto y atención. Tampoco olvidaré a la amiga que me contó que su madre, al regresar en metro del trabajo, se sienta de cara al cuartel de la montaña “para ver a Chávez”.

Pie de foto: Salomé y Patricia son bailarinas y en su tiempo libre hacen trabajo voluntario con niños y niñas del barrio 23 de Enero. Fotografía: Allan Barboza-Leitón.

Los lugares que me traje de vuelta

De Chuao traigo el recuerdo del tambor y el cacao, el calor de los amigos hechos mientras esperábamos el viaje suicida por peñascos que nos llevaría a Choroní, en manos de los mejores choferes de bus que deben existir en este mundo; la acampada en la arena, el ron y las arepas de atún con espinas.

De Mérida me traje la meta cumplida de haber subido al teleférico Mukumbarí, el más largo y alto del mundo. Subí con una compa de mirada comprensiva que me acompañó cuando me tuvieron que poner oxígeno allá arriba. Y en la maleta eché el recuerdo de una amiga opositora, que además de hospedarme en su casa y tratarme como a otro miembro de su familia, puso en mis oídos al Ensamble Gurrufío.

Del oeste de Caracas me traje la Plaza Bolívar llena de gente humilde, la Avenida Panteón con el semáforo del segundo más largo  que conozco, el festival de teatro y las más de diez funciones que pude ver. También los conciertos al aire libre y los mercados populares, en especial el Mercado Guaicaipuro, en donde una cajera de ojos en llamas, negra y de nombre Bárbara, me hizo estremecerme al decirme bajito: “Es que tú si eres lindo, vale…”

Caracas es bipolar, es Caribe revuelto, es una de las mejores experiencias que he vivido.

Un grupo de escolares ascendiendo al Pico Bolívar, la mayor altura de Venezuela, en el teleférico Mukumbarí. Fotografía: Allan Barboza-Leitón.

De Venezuela aprendí que la suya no es una realidad fácil de comprender. Que a ese pueblo hay que guardarle un gran respeto y que se requiere sobre todo mucha humildad para referirse a sus asuntos. Aprendí que hay cosas que andan mal, que los casos o rumores de casos de corrupción, así como la falta de coherencia, le hacen mucho daño a los procesos revolucionarios.

Aprendí que aunque la inseguridad es un problema real de complicada solución, siempre hay gente a la altura de los problemas cuando surgen las dificultades. Con esa gente aprendí de dignidad y de bravura. Aprendí que quien no quiere la guerra y quien ama la paz tiene paciencia. Aprendí de los tambores y del vibrar de las caderas, del cacao y del cocuy, la terca resistencia y la sabrosa rebeldía.
Dudo mucho que las bombas y las balas de una invasión gringa o de una guerra fraticida logren diferenciar a quien está en cuál de los bandos. Yo abogo por la paz y la mesura. No quiero ni tan siquiera imaginar el recuerdo de tanto rostro bonito, tanta voz amorosa, tanta mano que recuerdo alojada en mi mano, tanta riqueza cultural y humana, aturdiéndome con el sonido de los llantos de Libia, Irak o Siria.

Amira y Gabriela juegan en una colina del Parque Generalísimo Francisco de Miranda, en el este de la capital. Fotografía: Allan Barboza-Leitón.

Donald Trump no conoce a Nathali ni a Luisa, ni a ninguna de las personas maravillosas que yo tuve la fortuna de conocer. Allá arriba, en el norte, donde beben Martini, champaña y whisky, no saben lo que es brindar con cocuy de penca escuchando un joropo. Allá, donde se suelen celebrar con carcajadas disonantes los magnicidios y los golpes de estado, no conocen a Bolívar. A Trump poco le importan Jacobito ni Alí. A mi sí que me importan.

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