Donald Trump es el presidente electo de los Estados Unidos. Aparentemente, la religión sigue teniendo un valor relevante en las discusiones públicas (y políticas) estadounidenses. 

En unas horas Donald Trump se convertirá en el presidente de la mayor potencia militar y económica de la historia. Ya se han escrito decenas de artículos tratando de explicar cómo pudo llegar al poder alguien que desde sus inicios hizo gala públicamente de su ignorancia, su misoginia, su xenofobia y su desprecio por la democracia en un país que históricamente se ha ufanado de su tradición democrática liberal.

Nunca antes en los dos siglos y medio de existencia de ese país había triunfado un candidato con propuestas tan autoritarias y cercanas al fascismo.

Algunos culpan a la crisis hipotecaria de 2008 y al resentimiento de los trabajadores del Medio Oeste. Otros a las agencias de noticias manipuladas o abiertamente falsas (fake news), a la misoginia, a la derechización del electorado, al escaso carisma de Hillary Clinton, al desinterés de los votantes hispanos y de otras minorías, a la injerencia de potencias extranjeras, a un sistema electoral anticuado y obsoleto o al agotamiento de la democracia liberal-procedimental.

Anuncio en California. Fotografía de Quinn Dombrowski.

Probablemente hay algo de cierto en cada una de estas explicaciones.

Llama poderosamente la atención que uno de los factores que menos se han considerado es la importancia decisiva que tuvo el voto cristiano evangélico en esta elección.

A pesar de que en su bicentenaria constitución se establece la separación entre la religión y el Estado, en Estados Unidos históricamente la religión ha estado estrechamente ligada a la política, algo que se hizo más evidente a partir del triunfo de Ronald Reagan en 1980, quien llegó al poder apoyado por una coalición de grupos evangélicos.

Así, contrario a lo que la mayoría de los estudiosos del fenómeno religioso pensaban unas décadas atrás, en Estados Unidos la injerencia de la religión en la política no sólo no ha disminuido sino que se ha mantenido e incluso ha aumentado.

Según Pew Research, las encuestas realizadas a pie de urna muestran que un 81% de los votantes evangélicos votaron por Trump y solo un 16% por Clinton. Si consideramos que más de 80 millones de estadounidenses se declaran cristianos evangélicos o “renacidos” (25,4% de la población), no es de extrañar que la balanza finalmente se haya inclinado a favor del candidato republicano.

Catedral Nacional de Washington.

¿Cómo se explica ese apoyo abrumador de los evangélicos a Trump siendo éste cualquier cosa menos un modelo de honradez o de “conducta intachable”? La respuesta parece estar en la elección del gobernador republicano de Indiana, Mike Pence, como candidato a la vicepresidencia.

Pence, quien en ciertos temas es más extremista que Trump, es un cristiano evangélico ultraconservador y un acérrimo enemigo del derecho a decidir y del matrimonio igualitario. Incluso se opone a que se impartan clases de educación sexual, en las escuelas y defiende la enseñanza del creacionismo en las escuelas.

La elección de Pence hace prever que el nuevo gobierno de Washington tratará de revertir el fallo de la Corte Suprema que despenalizó el aborto en 1973 (Caso Roe vs Wade), algo que no es descabellado imaginar, ya que Trump tiene la potestad de elegir a un juez que sustituya al recientemente fallecido Antonin Scalia.

Fotografía de una protesta contra el aborto en Barcelona, 2012. Foto de David Berkowitz.

Aunque Scalia era un conservador, hay otros dos jueces liberales que están cerca de jubilarse y es de esperar que Trump elija en su lugar a alguien que incline la balanza a favor de los grupos que defienden la prohibición del aborto.

En síntesis, el triunfo de Trump claramente significa una involución y un retroceso autoritario que cuestiona los avances alcanzados desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial en la democratización y el reconocimiento de los Derechos Humanos.

Sin embargo, al mismo tiempo, nunca antes en la historia de Estados Unidos la elección de un presidente había generado tantas manifestaciones en su contra.

Protesta frente a la Trump Tower, 10 de noviembre 2016.

En las días posteriores a la elección decenas de miles de personas salieron a las calles de Nueva York, Chicago, Portland y Los Ángeles para expresar su repudio a la agenda política de Trump.

El día mismo de la toma de posesión cientos de miles de mujeres se reunirán en Washington para manifestar su rechazo al nuevo presidente.

De este modo nos recuerdan que la democracia es mucho más que salir a votar cada cuatro años y que cuando las instituciones políticas fallan ante una amenaza deben forzosamente cambiar.


Imágenes de Creative Commons. 

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