Hoy  por hoy las cámaras, públicas o privadas, graban una enorme parte de las carreteras de nuestro país sin ningún tipo de trasparencia respecto al uso que se le dará a imágenes capturadas.

La verdad no tengo idea como pasó, ni quién lo autoriza o de qué forma se regula tal despliegue de dispositivos. Pero quizás aquí no sea eso lo realmente problemático, dado que ya estamos acostumbrados a las relaciones de connivencia que se tejen usualmente para posibilitar estos usos privados de lo público, las respuestas nos aburrirían.

Lo que realmente me inquieta es que a nadie parece haberle parecido inconveniente o conflictivo que una empresa privada instalará cámaras en cada cruce vial de este país, que ahora se extiendan poco a poco de las vías más transitadas a cada barrio, que hoy proliferen más y más cámaras (públicas y privadas) sin ninguna trasparencia al respecto de imágenes capturadas y su uso, y que incluso hoy no se cuestione su probable comercialización.

En lo personal a mí no me pasó por la cabeza un posible conflicto, quizá cuando la primera cadena de televisión empezó a trasmitir en vivo el tránsito yo era más joven y supuse, agobiado por la condición de nuestras carreteras y la sensación de inseguridad del país (como mucho otros creo) que había cierto servicio público.

Pero ahora, cuando veo el constante uso amarillista de esas imágenes capturadas, la transmisión despiadada de atropellos y choques sin ningún miramiento -de esa pobre señora que es expulsada de la ambulancia, de ese pobre chico que da vueltas en el aire para caer en un coma por un mes, de motos que derrapan, de choque violentos- no dejo de pensar en el cinismo déspota que lucra gracias a ellos en Prime Time.

No me extrañaría que en una respuesta inmediata ante este mismo texto, se argumentara una finalidad educativa a partir del shock: “un llamado afectivo a la conciencia”. Pero ante la posibilidad de esos argumentos tan precarios no puedo dejar de pensar en aquella magnífica obra, Fuego inextinguible (1969) del cineasta Harun Farocki, que presenta al mismo Farocki sentado en un escritorio enfrente de la cámara, mientras lee la transcripción del testimonio de Thai Bihn Dahn entregado al Tribunal de Crímenes de Guerra de Estocolmo de 1968, en el cual describía el efecto de las bombas de Napalm que estallaron sobre su cuerpo en la guerra de Vietnam.

Inmediatamente después de leer este testimonio, Farocki enfrenta a la audiencia detrás de la cámara para preguntarles:

¿Cómo enseñarles a ustedes la acción del napalm? ¿Y cómo enseñarles las heridas causadas por el napalm? Si les enseñamos las heridas del napalm, cerrarán ustedes lo ojos. Primero cerrarán los ojos ante las imágenes. Luego cerrarán los ojos ante el recuerdo de esas imágenes. Luego cerrarán sus ojos ante los hechos. Luego cerrarán los ojos ante la relación de esos hechos. (Farocki, trascripción citada en Ehmann & Guerra, Harun Farocki. Lo que está en juego. Valencia: IVAM.  2016, pág. 116)

Como nos hace entender Farocki, las más de las veces, mostrar este tipo de imágenes conduce a sus espectadores a cerrar los ojos irrevocablemente y, con ello, a cerrar su mente e incluso su propio ser en un proceso de banalización que más bien actúan en contra de la construcción de una consciencia crítica. Creo que es lo que efectivamente pasa gracias a la despiadada trasmisión diaria de fatalidades en los noticiarios. Todas estas imágenes nos impactan en la retina para inmediatamente neutralizarse entre la propaganda de los propios formatos televisivos de entretenimiento basura, el fútbol y uno que otro reportaje que con costos podría llamarse “periodismo”.

Al final de Fuego inextinguible, después de apelar sobre este uso de las imágenes, Farocki toma un cigarro y lo apaga sobre su propio brazo para  inmediatamente darnos el impactante dato de que un cigarro quema a 200 grados mientras que el napalm quema a 1700. Para Farocki, y creo que efectivamente para todos aquellos que tienen un mínimo de humanidad, esos 1700 grados son absolutamente irrepresentables, como es el dolor que atraviesa a todas las familias y amigos de esas víctimas cuyos accidentes fueron trasmitidos sin ningún tipo de contención por la pura persecución de una excitación, aquella que ofrecen los ratings.


Pinturas por Albertine Stahl.

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