El poder constructor de la infancia: para aprender a caminar, primero tuvimos que gatear un rato.

La memoria es nuestra primera escuela. Abrazar lo que hemos aprendido es reconocernos en ella. Lejos de ser una tarea fácil, desenterrar sus raíces puede tornarse en risas sanadoras o llantos desesperados. Si esto lo aplicamos a los recuerdos de la infancia, podríamos descubrir en ellos las enseñanzas más fundamentales de nuestra vida. ¿Y cómo no?

En aquel entonces, vulnerables a lo desconocido, toda nueva hazaña era de vida o muerte: desde no atragantarse con el puré de papaya, hasta bajar de la cama sin caer de bruces. Aún así, esa trascendencia parece totalmente olvidada por la lógica en la que opera el mundo: usualmente le damos más importancia a nuestros estudios universitarios, por ejemplo, que a lo que disfrutamos de pequeños con total entrega.

Justo en esa etapa, para algunos tierna y para otros radicalmente despiadada, se fortalece todo aquello que nos constituye silenciosamente. No puedo hacer más que revisar mi propio recorrido, pues es lo que conozco mejor y no tengo forma de desapegarme del amor por mi propia historia.

Así, en el intento por despertar ese mismo amor en ustedes, quisiera confirmar esta idea: mis intereses nunca fueron más puros que los que declaraba de niña. A la pregunta ¿qué quiere ser cuando sea grande? no se le sumaban dudas relacionadas al dinero o al status. Únicamente intervenía el impulso.

Para mí, la respuesta era obvia: caricaturista, contendiente de lucha libre y cantante de rock. Hubo un periodo especialmente formativo relacionado con la música. Puede que gran parte de lo que recuerdo provenga más de la invención emocional que de la fidelidad histórica. Y esa es la única naturaleza que la memoria conoce: sucesos sí, pero sobre todo percepciones.foto vacíoFue probablemente entre el 98 y el 2000 cuando mi apego por la música tuvo más sentido que nunca. Yo tendría entre 5 y 7 años y mi hermana, uno más. En aquel entonces, nuestros gustos musicales dependían enteramente de los cassettes viejos o los compact discs disponibles en el anaquel de la cocina. Recorríamos hits de Plastilina Mosh, Illya Kuryaki o Shakira y teníamos acceso a una variedad nada despreciable de música de toda índole.

Mami trabajaba en la revista semanal de cultura de un periódico importante, lo cual traía consigo la presencia de largas discografías, algunas más relevantes que otras. Quizás por eso, gratamente alejada de las odiosas mañas snob que fui adquiriendo con los años, mis oídos no discriminaban entre artistas pop, rock clásico, baladas o tendencias mainstream.

Todo lo que me gustaba, sonaba. Más que eso, era una vibración que sacudía hasta mis vísceras. Aprendí el gusto del canto al lado de los primeros discos de Julieta Venegas y bailé desenfrenadamente al ritmo de Maná y Lenny Kravitz, imaginándome como la protagonista de los videos musicales, con la magia de repetir una misma canción más de cien veces.

Ligado a esto, recuerdo con especial nostalgia un acontecimiento en específico: el novio de mami, un cineasta argentino especializado en terror, decidió mudarse de nuestra pequeña casita a España para continuar sus estudios de cine. Esa irremediable despedida fue mi primer acercamiento con la pérdida.

En su intento por mantenerse cerca y contrarrestar las caras largas, un buen día nos llegó un paquete del correo. Lo más memorable fue, además de las cartas que todavía siguen entre mis papeles viejos, un cassette de sus videos musicales favoritos. Al ser un hombre dedicado al horror cinematográfico, entre sus temáticas predilectas se encontraban personajes góticos e imágenes sangrientas. Nada pedagógico, nada que nos importe. Entre la gama de videoclips había uno de Marilyn Manson con el que conocí el verdadero temor a la mirada de un desconocido. Por su parte, Molotov despertó en mí una angustia enraizada desde el fondo de mi estómago con “El carnal de las estrellas”.

Y en esa misma línea, fue con Bersuit Vergarabat, uno de los grupos más presentes  para mí en esos años, que asistí al primer concierto de mi vida, el 5 de marzo del 2000. Mi hermana, mi madre y yo acudimos a la cita en el Planet Mall. Todas de la mano, arrastrando los pies por los pasillos del centro comercial, con las ansias más grandes que he sentido jamás.

En la entrada: una multitud de gente, que seguro se percibía mayor por mis pequeñas dimensiones. A partir de ahí, todo se vuelve difuso. Las caras, la sucesión de episodios, los espacios. De pronto surgen destellos del llanto de mi hermana y la imagen de mi mamá negociando, claramente molesta, con uno de los productores del concierto para que nos dejara entrar, a pesar de ser un evento destinado a mayores de edad. Y en medio de todo, el recuerdo más vívido es el de Gustavo Cordera, cantante del grupo, que salió de una puerta trasera para proponer la siguiente solución: “Si ellas no entran, yo no canto”.

No puedo responder a lo insólito del evento. Mi madre, que de poco se acuerda, sugirió vagamente que un amigo suyo, productor de Bersuit, le pidió al cantante que interviniera para que pudiéramos pasar. Traté de encontrar la nota periodística que mami debió haber escrito al respecto, buscando sobre todo detalles que aclararan mis recuerdos (y los de ella). Nada. Inaccesible y turbio en los links noticiosos del 2000, ahora obsoletos.

foto bersuit

Si no le creen, esta es una foto Eva (jacket de cuero) y Noah (overol gris) el día del concierto.

Lo que sí recuerdo, sin embargo, son los brillos de aquel lugar, vistos desde las alturas de un balcón al lado del escenario. Mi hermana con su overol de felpa gris y yo con mi jacket de cuero, asomadas a través de las barandas con nuestra atención dedicada a la euforia del espectáculo, y especialmente sorprendidas por la decisión de Cordera de exponer su zona rectal al disfrute de la audiencia. En otras palabras, en el primer concierto de mi vida le vi las nalgas al cantante de Bersuit mientras interpretaba “Comando Culo Mandril”.

A todo esto, ¿cómo se definen nuestras experiencias si no es a través de la excepción, de lo que nos sucede en un accidente casi magistralmente armado? Ahí están aún los aullidos de la audiencia, el sudor, aquella ola expansiva de energía, todo concentrado en un mismo recinto que ahora sólo existe para quienes lo recordamos. Y parte de la nostalgia asociada a estas grandes jugarretas o golpes de suerte reside no sólo en el profundo impacto de su irrepetibilidad, sino también en el hecho de que sólo existe para nosotros mismos.

Como broma del destino, el lunes siguiente al concierto traté de contarle a todos mis compañeros de la escuela la hazaña de ese fin de semana y ni uno solo dio fe de lo ocurrido. En mi intenso deseo de presumir, al mejor estilo de una charlatana infantil, experimenté el sentimiento desgarrador de ser tomada por una vil mentirosa. Esa noche fue una receta gloriosa sólo para nosotras, dos niñas invadidas de rock argentino. Y esa noche, sin saberlo, fue una receta gloriosa de por vida, a pesar solo de ser legítima en nuestras memorias.

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