Lo hicimos sobre la cama, a oscuras, en esa protección personal que me hacía invisible. Le dije que me tratara bien y lo hizo, fue tierno, cuidadoso. Pero aun así no lo disfruté. 

Este es el día —pensé—, hoy quedaré embarazada. ¿Por qué no? Podía tener apenas 19 años, pero me urgía, ya no me quedaba nada más. Oscar, mi novio, me había dejado, y además por una tipa que ya tenía un chiquito. Mi prima ya se había casado y estaba embarazada. Yo era virgen. Mami había muerto hace poco. Pero siempre estaba ese maldito miedo: ¿Le dará asco verme desnuda? Ni a Oscar le permití nunca hacerme el amor. ¡Tanto que quería! Pero me daba pánico que tocara mi piel seca y rojiza. No se me había quitado el miedo ni siquiera después de aquel viaje a la playa. Estaba desnuda en la habitación mientras buscaba mi ropa; entonces él entró y por accidente me vió. “¿Sabés una cosa, Yeci? No te ves nada mal sin ropa”, me dijo. Era un lindo, claro. Pero con Jose Luis era algo distinto. Al pobre no lo quería nada más que para tener un hijo.

Nunca creí, desde que tuve el accidente, que llegaría a acostarme con nadie. Hasta uno de mis tíos me decía cosas horribles, como que yo no serviría ni para prostituta. Tenía apenas 12 años. Y es que hay cosas que suenan extrañas, ¿verdad? Porque días antes de lo que me pasó yo tenía pesadillas que no me dejaban dormir. Y precisamente ese día, un jueves de agosto, como a las seis de la tarde, la planta eléctrica en la finca de los abuelos se dañó…

Era una tradición ir todos los años adonde mis abuelos maternos, en Nandayure. Imaginate, 15 nietos y sus papás todos juntos al mismo tiempo, en esa enorme casona de madera. ¡Un fiestón de varios días que daba miedo! Normalmente yo no quería irme de la finca, brincaba y pataleaba para quedarme. Pero ese día, desde que me levanté, sentí algo extrañísimo, unas ganas desesperadas de salir corriendo de ahí. Ya sé lo que es un presentimiento, porque ese día lo sentí.

"Ni aún permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino" (Esquilo de Eleusis).

«Enero es un buen mes para el carbonero».

El abuelo fue a prender la planta eléctrica, apretó el botón y nada pasó. Todos nos volvimos a ver como pensando, ¿y ahora qué? La abuela sacó una de las lámparas de canfín. Pero en lugar de canfín le puso gasolina y cuando le metió el fósforo alzó llama. En ese momento la abuela tiró la lámpara y toda la gasolina hirviendo me cayó encima. Yo estaba de pie, detrás de mi abuela. Más que el golpe fue el susto el que me tiró para atrás y caí acostada sobre el piso de madera. Tenía los ojos cerrados, y me quedé así, como en una de las pesadillas que no me habían dejado dormir antes, pensando que tal vez también estaba en un sueño. No sé cuánto duró eso. Mi abuela prendió fuego pero se quitó rápido la ropa y por eso sólo se quemó un poco las manos; al menos eso fue lo que me dijeron días después.  Abrí los ojos y supe que siempre estuve despierta, que todo era real cuando vi que estaba hecha una llama. Uno de mis tíos me echó agua con un balde y sentí como si me hubieran tirado piedras encima. Intenté levantarme, pero la piel de las manos se quedó embarrada en el piso, se me zafó como si fueran guantes. ¡Qué difícil explicar lo que se siente! Es ardor, dolor, todos horrendos y todos al mismo tiempo.

—Pedro, levantala vos de los hombros y yo de las piernas —dijo el tío José.

—¡Ay, no! No puedo, no me toquen, no aguanto el dolor. Prefiero caminar —grité cuando intentaron levantarme y sentí que me estaban arrancando la piel al cogerme de los brazos.

—Pero tenemos que sacarte de aquí de alguna forma —dijo tío como desesperado.

Así que caminé. Sí, caminé desnuda los 200 metros que había que pasar para salir de la finca. Caminé muy despacio y separando las piernas porque el dolor de juntarlas era insoportable. Caminé con los brazos levantados hacia el frente porque la piel se me quedaba pegada a los costados.  En el portón de la entrada estaba el pick up del tío Enrique. Yo me sentaba apenas apoyando las nalgas en la orilla del asiento, como hasta ahora lo hago en cualquier parte, seguro por la costumbre. Mientras llegábamos al hospital de Liberia la piel se me iba despegando de los brazos en grandes bombas que se inflaban y, más tarde, los doctores se encargarían de reventármelas con una aguja. Y todo el tiempo lo que pensaba era, ¿cómo voy a dormir, si todo me pica, todo me duele, todo me estorba? ¿Cómo podré dormir si ni la piyama me podré poner? ¡Cómo podré dormir!

Dejame pensar mejor. Sí, era el 6 de agosto de 1985. Ese día, yo, Ana Isabel, mejor conocida como Yeci por mis amigos y mi familia, pasé a formar parte de esos números que mencionás. “No hay cifras precisas sobre los quemados en esos años, pero aún hoy, en medio de continuas campañas de prevención y anuncios lacrimógenos sobre el drama humano detrás de estas historias, la Unidad Nacional de Quemados del Hospital de Niños lleva tres años consecutivos de atender más de trescientos casos anuales, sin contar a los adultos. Al 2013, atendió 415 casos: todo un récord”, me decís. No sé. Nunca me preocupé por saber cuánta gente estaba como yo. Es que para mí el dolor no disminuye solo porque a otros les haya pasado lo mismo. Pero no fue la quemada lo que más me dolió, por lo menos no con los años. 

Ilustración de Chrissy Lau.

Duele verse diferente. Me dio rabia durante mucho tiempo; creo que todavía. Desde ese mismo momento de la quemada. Cuando entramos al hospital de Liberia, todo mundo se me quedó viendo como si fuera un monstruo. Bueno, debí haberme visto horrible, es cierto. La barbilla me quedó pegada al pecho y la quemada llegaba hasta las rodillas. “Un 40% del cuerpo quemado”, me dijo después el doctor. ¿De qué tipo fueron las quemaduras? ¡De todos los tipos! Fueron de primer, segundo y tercer grado. El cuello prácticamente se me deshizo y durante años han tenido que arrancarme piel y músculos de la espalda para hacerme un simulacro de lo que tenía antes, al que cada tanto hay que ponerle más injertos porque si no se entiesa y siento que la espalda se me desgarra por el dolor. Lo mismos doctores dijeron que era un milagro que la quemada no me hubiera tocado el ombligo ni los genitales. Y después, a la Unidad de Quemados del Hospital México. Sé que suena feo decir esto, pero ahí me gustaba porque todos estaban “chuecos” como yo. En la Unidad de Quemados no era rara, ni un monstruo. No había maes que se me quedaran viendo en la calle hasta que les gritara ¡¿y usted qué está viendo, estúpido?! Creo que desde ahí aprendí a tratar mal a la gente, como si quisiera hacer sentir mal a otros por todo lo que yo he sufrido…

Porque realmente sufrí. A los pocos meses me trasladaron al Centro Nacional de Rehabilitación (CENARE) para seguir con las curaciones y los ejercicios de rehabilitación. La sangre se secaba en las gazas y cuando me las quitaban para curarme sentía que me arrancaban de a poquitos la piel. Las enfermeras me metían al baño para lavarme y las paredes de azulejo quedaban teñidas de rojo y de partes de pellejo ensangrentado por todos lados. Dicen que mis gritos se escuchaban desde el cuarto piso hasta el sótano. Muchas veces me desmayaba. Así que los doctores comenzaron a anestesiarme. Era hermoso: cuando comenzaba a dormirme pensaba que no despertaría jamás y se acabaría el dolor. Pero entonces despertaba y me daba cuenta de que vendría una curación más, otra oportunidad de morir; pero siempre, a pesar mío, sobrevivía.

Y nada de vida social desde los 12 hasta los 16 años. Esos años los pasé siendo una sombra. Mi vida era del CENARE a la casa y al revés. Los amigos del barrio llegaban a visitarme pero yo no dejaba que me vieran. Y si estaba sola en la casa era como si no hubiera nadie, porque si tocaban la puerta Yeci no se levantaba a abrir. ¿Para qué iba a dejar que me vieran, si la gente siempre lo hacía con esa mirada de asco? Pero, finalmente, a los 16 me metieron de nuevo al colegio. ¿Novios? Nada de eso, le huía a los muchachos y ellos huían de mí. “Yeci, es que usted los repele”, me dijo una vez una amiga. Para qué voy a hacerme de un novio si me va a dejar por una más bonita, pensaba. En el cole siempre estaba de mal humor, como arisca. Era mi forma de protegerme para que nadie me lastimara, para que nadie se acercara a preguntarme por centésima vez, “¡Ay!, muchacha, ¿qué le pasó?”

¿Exagero? Te cuento una historia: una muchacha veinteañera de ojos negros, bajita, de pelo largo y lacio llega a una fábrica de Alajuela a pedir trabajo. De verdad lo necesita. Sólo tiene el bachiller y ahora debe ganarse la vida porque haciendo costuras no se gana nada. Ella es muy fea. Tiene el cuello lleno de injertos, los dos brazos quemados, pero el derecho es el peor porque está todo mutilado, le cuesta estirarlo y le falta el dedo meñique. A la muchacha le sale el guarda.

—Muchacho, ¿están ocupando personal?

El tipo la ve todita de arriba abajo, como asustado.

—¿Y para quién es? —le pregunta el guarda groseramente.

—Para mí —responde la muchacha sacando pecho.

El guarda no le pregunta a nadie, no hace ninguna llamada.

—No, aquí no estamos recibiendo personal —le responde el guarda.

Claro que la muchacha soy yo, y claro que me di cuenta de lo que estaba pasando, que tonta no soy. Averigüé los horarios de los buses para empleados y me enteré de que no pedían carné para entrar a la fábrica. Así que un día tomé el bus y entré haciéndome pasar por una empleada más. Ya adentro fui a la oficina de Recursos Humanos. La muchacha se asustó cuando me vio entrar. Le pedí que me diera trabajo, que de verdad lo necesitaba. Entonces me hizo la misma pregunta que me han hecho siempre en cada trabajo: ¿usted puede trabajar con esa manita así?

Cuando pedí trabajo en la Wrangler: ¿usted puede trabajar? ¿Y esa manita?

Cuando pedí trabajo en la empresa Atlanta: ¿y usted de verdad puede trabajar?

Cuando pedí trabajo en la Casa del Delantal: ¿no le estorbará esa manita para trabajar? ¿Usted tiene títulos?

Por dicha esas empresas terminaron por darme la oportunidad de trabajar, pero siempre tenía que saltarme esa pared de preguntas. Mi vida está llena de preguntas y frases que odio pero que escucho todo el tiempo. Ya estoy cansada de que me digan: “¡ay!, muchacha, lástima, y usted tan bonita que pudo haber sido.”, o también: “dele gracias a Dios, porque hay gente que le fue peor. Por lo menos usted está viva.” ¿Y si no me importan las demás personas? ¿Y si mi sufrimiento es solo mío y solo yo lo entiendo? ¿Seré muy mala por eso, egoísta? ¿Y si durante muchos años hubiera preferido morirme que seguir viva?

Porque durante mucho tiempo no me acepté. Llegaba al punto de cubrir con mantas todos los espejos de la casa. Mi tía y mis primos, con quienes vivía, me lo aguantaban, pero debió haber sido muy incómodo para ellos, imaginate. Y si no aguantaba verme al espejo, menos que un hombre me viera desnuda. Por eso me costó tanto tener relaciones. Claro, mi sueño era haberlo hecho con Oscar. Él era todo blanquito, serio, tierno y un poco grueso. Una vez, cuando todavía éramos sólo amigos, me dijo que quería tocar mi piel. Le cogí la mano y la pasé por una parte de mi brazo. “Es vacilón, se siente como un plastiquito”, me dijo. Pero igual me dejó por otra. Sí, la del chiquito. Jose Luis era todo lo contrario de Oscar: moreno, un poco más alto, flaco y un payaso completo. Pero no lo quería. Hace tiempo me venía diciendo que yo le gustaba, así que cuando Oscar me cortó y decidí que quería tener un hijo lo más pronto posible, José Luis era el hombre más disponible en los alrededores.

Por dicha mi tía se iba con frecuencia a pasear con el esposo. Esa noche Jose Luis vendría como a las diez. Mis primos vivían con nosotros, pero en un cuarto que estaba detrás de la propiedad, por lo que yo me quedaba sola en la casa. Le pedí a uno de mis primos que dejara el portón abierto. ¡Vale que era un alcahuete! José Luis llegó y nos pusimos a ver tele en la sala. Comenzamos a apretarnos. Estaba decidida a acostarme con él, pero aun así lo detenía cuando intentaba abrirme la blusa o desabrocharme el pantalón. A pesar de que mi única intención era quedar embarazada, no podía dejar ese miedo que me acompañaba desde los 12 años. Fuimos al cuarto y él quiso encender la luz.

—¡No! Dejalas así. No quiero que me veás.

—Bueno, pero entonces vamos a bañarnos —me propuso.

—Mejor andá vos y yo voy después —le dije para evadir ese momento.

Llegamos al acuerdo de bañarnos juntos pero a oscuras. Me preguntaba si sentiría mi piel toda rara, como “un plastiquito”, si yo le gustaría, si lograría hacer que se viniera.

Y lo hicimos sobre la cama, a oscuras, en esa protección personal que me hacía invisible. Le dije que me tratara bien, porque me podía doler el cuello con cualquier movimiento brusco. Y lo hizo, fue tierno, cuidadoso. Pero aun así no lo disfruté. Me dolió cuando me penetró, y sangré. Cuando se vino dentro mío sentí la satisfacción no del placer, porque no lo sentí, sino porque ingenuamente pensé que había quedado embarazada. Imaginate, pensé que sólo bastaría con una vez, como si eso fuera automático.

Pero tuvieron que pasar dos años, cuando ya tenía 21, para quedar embarazada de María José, esa colegiala flaca, morena y de colochos que ahorita está en la computadora chateando por el Facebook. No estoy con Jose Luis, porque lo corté apenas supe que María José se comenzaba a formar en mi útero. Tuve otros novios, otros trabajos, otras operaciones para regenerarme este cuello que me tortura cada cierto tiempo, pero ahora voy con miedo. Antes deseaba no volver después de cada operación. Ingresaba feliz al hospital con la esperanza de que todo terminara en el quirófano. Pero ahora, después de tantos años y ver a mi hija crecer sana y fuerte, siento un pavor inmenso de morir.

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