Siguiendo por su viaje por Centroamérica, Jimena y Angélica vieron una Nicaragua hospitalaria, cálida y receptiva.

Estuvimos 14 días.

Solamente 1 noche pagamos estadía y fue por acampar. Eso es porque la hospitalidad acá tiene otro sentido. Un sentido que hace mucho yo pensé que se había perdido.

De esto nacieron sitios como CouchSurfing, sin duda: de llegar donde gente poco o nada conocida que abre su casa con amor y de donde una sale con excesivas ganas de volver. Esto nos pasó en Managua, nos pasó en Ometepe, en Estelí, nos pasó en Somoto.

La amabilidad ha estado presente en cada segundo. El odio a «lxs tiquillxs» no lo he sentido ni un segundo. Nos preguntan constantemente si somos gringas o españolas.  Se lo preguntan a mi esposa, más que a mí.  Mi piel morena me esconde un poco de las miradas de curiosidad que le llueven a ella. El pelo corto, los bultos grandes, los tatuajes. Pero las miradas no llevan más que a preguntas, quiénes somos, de dónde venimos, qué estamos haciendo.

Respondemos lo más honestamente que podamos, los miedos nos siguen carcomiendo hasta cierto punto. Aquí somos amigas viajando juntas. La lesbofobia, no estamos listas para querer sentirla en nuestra propia piel tan lejos de casa. Más preguntas. Si tenemos hijos, si estamos casadas, que cuántos tatuajes tengo, que si hablamos español.

Lecciones aprendidas, más de la cuenta.

Primero, a Managua quiero volver a conocerla con tiempo y sin prisa. Quiero recorrer las calles dándome respiros con cervezas y charlas amenas, como las que tuvimos con tanta gente. A Ometepe queremos volver en moto, recorrer la isla y hacer un taller de 15 días enteros, además queremos ver a la Ina más grande, ojalá que ya hable. A Estelí quiero recorrerla de cabo a rabo, quiero conocer gente tan auténtica como sólo he encontrado ahí.

Somoto se merece mención aparte. Llegamos inicialmente de pasada y en rumbo a Honduras.  En el camino, sin embargo, nos enteramos de un cañón y quisimos atrasar un día más la ruta. Sin hospedaje alguno previsto, nos sentamos en el parque a buscar alojamiento durante las últimas dos horas de sol.

Mi esposa insiste en que no necesitamos hoteles, que basta con que nos dejen acampar en un jardín. Ya que todos los hoteles nos parecen caros, le digo que yo no me opongo si ella se anima a preguntar. Por algo andamos jalando una tienda de acampar. Ella hace un recorrido y vuelve triunfante.

La casa es, sin dudarlo, la más humilde en la que jamás he estado. Y de las más hermosas también. Doña Lidia, la señora de la casa, merece una estatua en la plaza del pueblo. Bastaron unos minutos de haber llegado para darnos cuenta que esa es la casa de quien lo quiera y lo necesite. Doña Lidia no nos deja acampar en su jardín. Ella nos prepara dos camas en lo que sospechamos es su propio cuarto, nos da comida y café y nos dice que nos despreocupemos de todo.

Conocimos una cantidad de gente que me da miedo olvidar. Lxs niñxs, lxs vecinxs, los borrachos y policías, y bueno, quien llegara corriendo a pedir agua, comida, a hablar o comprar tortillas. Quien fuera. A 10 minutos de estar sentadas en el piso de tierra, con múltiples personas ofreciéndonos las dos sillas de plástico de la casa, nuestros planes cambian.

No podemos ir solas al cañón así que nos consiguieron alguien que nos lleve. Aquí nuestro lesbianismo no existe, no es concebible. Las preguntas rondan sobre si tenemos hijos «Pues no, no ve que no están casadas»… ¿Cómo explicarle? Tal vez si volvemos algún día.

Este día estamos cumpliendo 6 meses de casadas, nuestra cena de celebración consiste en gallo pinto y huevo que nos hace Doña Lidia (Angélica no come huevo pero se come unas cucharadas y me ofrece el resto). Abrimos una gaseosa que pronto nos la piden para compartirla con toda la gente que llega. Poco después, ya acostadas cada una en una cama, compartimos cuarto con una señora que también llegó a pedir asilo.

A las 3 de la mañana se va la primera tropa de la casa. A esa hora también se enciende la leña que nos deja el olor prensado en todos nuestros objetos por lo que resta del viaje. Al ratito empieza ese ruido como orquestado pa-pa-pa-pa-pa; el palmeado de las tortillas que durará hasta entrada la mañana.

Nos levantamos aún con el pesar de las conversaciones de la noche anterior: una señora del pueblo anda regalando a 3 niñas. Mi mente no lo entiende… ¿Cómo? Pienso que están hablando de 3 perritas. No no, sus tres hijas, una de 9, otra de 7 y la última de 6 años. Dicen que alguien se llevó una para dársela a Doña Lidia.  Aunque a ella nadie le preguntó, la corazonada nos dice que si se la traen, ella no va a decir que no. Angelica y yo nos miramos, ambas sabemos lo que la otra piensa. «Yo me las llevaría, o a 2 por lo menos, si me las ofrecieran a mí», dice un hijo de la matrona. Mi mente no lo logra procesar.

A las 5 Doña Lidia nos dice que se va porque le salió un trabajo. Esperamos a nuestro supuesto guía que a última hora le salió un partido. Alrededor de las 10 nos dice que si podemos ir más tarde pero nosotras logramos convencerlo de ir solas. El cañón de Somoto es tan hermoso como la gente que nos hospeda. Con energías renovadas salimos, la fiesta del pueblo en la noche es el IV aniversario del Alcohólicos Anónimos local, Doña Lidia nos lleva. Cuando nos ve casi cayendo del sueño nos deja volver.

Nos levantamos al día siguiente a las 6 con la misma rutina del día anterior. Las 400 tortillas del día ya llevan horas haciéndose. Nos despedimos. Nos duele el corazón cuando Doña Lidia nos pregunta cuándo llegamos a Costa Rica para llamarnos. Dos horas y media después estábamos en la frontera.

Y ahí empieza la aventura catracha…

Casi no tenemos fotos de Somoto. A veces estamos más preocupadas por vivir que por tomar fotos. A veces las fotos se pierden. Ya no sé si ya habían o no habían fotos. Así que toca imaginar: gente linda, Toñas y Victorias y un cañón hermoso.

Les dejo estas fotos al menos, de Ometepe:

Jimena en hamaca

 

Jimena con cerdo

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