La verdad, la verdad, a mí ni siquiera me gustaba la danza antes de que mi hermano decidiera convertirse en bailarín y coreógrafo. La asociaba con aquel mundo de leotardos hediondos y tutús rosados en el que habitaban las más juega’e-vivas de las niñas del Castella. Ahora, gracias a Camilo, la danza dejó de ser aborrecible para mí.

Escribo estas letras todavía en la embriaguez de la alegría porque la pieza que presentó mi hermano para el XXXIV Festival de Coreógrafos ganó, junto con otras dos piezas, pasar a la etapa de posproducción. La nueva étapa consiste en una temporadita conjunta en el Teatro Nacional y, además, como coreógrafo, en empate con Josué Mora, ganó una pasantía en el Centro de Investigación Coreográfica, en el Centro de Producción de Danza Contemporánea y en la Escuela Nacional de Danza, en uno de los lugares más grandiosos del mundo: la Ciudad de México, uno de los lugares más horrendos del mundo.

Como un brindis a la salud de su éxito, escribo esta crónica de una trayectoria coreográfica que quiero reseñar como la de un artista al que admiro. Porque una no de las peores de mis aficiones consiste en presumir de mi hermano y porque la escritura imparcial no existe, mucho menos cuando se trata de arte, aquí les baila:

Primero quiero plantear un panorama. El ámbito de la danza costarricense ha propiciado la formación de excelentes intérpretes, bailarines y bailarinas que se desenvuelven. Sin embargo, en propuestas escénicas que están más cerca de la gimnasia que de la pintura o la poesía. Si la danza es un arte escénico, suele hacer falta una dramaturgia del movimiento. La danza contemporánea en Costa Rica ha tomado el eclecticismo formal de la generalidad del arte contemporáneo, pero se olvidó de pasar a visitar el carácter conceptual de las mejores de sus exponentes.

Es en este contexto que las coreografías de Camilo suponen una evolución del mundo de la danza en este país. Quiero dejar claro que no es el único y que, por ejemplo, la pieza de Josué Mora hace parte de esa renovación necesaria que se cuestiona qué es la danza, qué se propone llevar a escena y hasta dónde se puede llegar con su lenguaje.

Digo coreografías en plural y trayectoria como quien dice todo este recorrido, porque este reciente de setiembre de 2017 es el tercer Festival de Coreógrafos en el que Camilo participa, a lo que se suma Cuello, Yonkit y Pie de limón, tres piezas cortas que fueron reunidas en el espectáculo “Mantícora”, presentado en Gráfica Génesis en 2013 y luego en el Teatro Montes de Oca un mediodía del que no preciso la fecha pero cuyo público será inolvidable porque estaba compuesto mayoritariamente por jóvenes estudiantes de secundaria que veían danza por primera vez.

Yonkit, creada e interpretada junto con Bryan Chavarría, había sido presentada originalmente en el Festival Solodos en Danza realizado en el parque de Barva de Heredia en mayo de 2013 y resultó finalista en ese certamen, lo que les valió la presentación de la pieza en Xalapa, Veracruz, y el intercambio con esa fracción del mundo dancístico mexicano. No obstante este logro, el verdadero éxito de esta pieza sucede en el momento en que se presenta ante el público: estar ahí, en el teatro, en el parque, en la sala de la casa, deja de ser el erguido acto de asistir al arte desde un discreto palco para convertirse en una experiencia inquietante y abrumadora, como las mejores propuestas de vanguardia.

Durante el mismo 2013, Camilo debutó en el Festival de Coreógrafos con Ahot e’Dacorru, cuyo mérito estaba en la exploración de las cuerdas en el espacio escénico en el marco conceptual de las ataduras y de los locos de atar, el ámbito entre la libertad y la opresión. No fue la mejor de sus piezas. Entretanto participó en otros montajes de teatro y danza, algunos buenos, otros regulares y otros francamente malos, y en 2016 volvió al Festival con Nadia.

Se trataba de un homenaje a Nadia Vera, a quien conoció durante su estadía en Veracruz. Esta artista fue asesinada en 2015 junto con el fotoperiodista Rubén Espinosa y otras tres mujeres en la colonia Narvarte de la ciudad de México, adonde habían huido luego de recibir amenazas de muerte a causa de su militancia política (Véase “La historia detrás del asesinato de Rubén Espinosa y Nadia Vera).

Unas semanas antes de la presentación en este último Festival, Bryan y Camilo montaron, en la sala de una casa, “Mantícora II”: tres piezas breves y un video que era un adelanto de Benjamín, la coreografía que presentaron en esta XXXIV edición. Menciono esta mini temporada autogestionada y doméstica para poner énfasis en este adjetivo: autogestionada. Se trataba de un montaje para juntar plata para los requerimientos de vestuario y escenografía de cara a la participación en el Festival.

Aparentemente, cada vez es más común que, ante la escasez y el alto costo de los espacios para presentar danza, salas, patios y garajes de casas particulares se conviertan en pequeños escenarios íntimos, que dan pie a otra forma de acercarse al espectáculo escénico.

Aparentemente, el trayecto no incluye únicamente aprender a pensar en lo que se verá en escena, sino también gestionar cómo conseguir el lugar, diseñar las luces, el vestuario, darle difusión al evento, entre otras tareas que confluyen en la frase hacer danza con las uñas.

Es importante destacar que todo este trabajo coreográfico, todo este trayecto de gestión, no es una creación individual. Su trayectoria forma parte de una apuesta por el hacer colectivo que ha incorporado los aportes de artistas de otros ámbitos como los de Gustavo Abarca (video) y Jorge Salazar (música) en Benjamín.

Nuevamente, se trata de una puesta en escena que resulta inquietante, angustiosa, que juega con las percepciones del público. Esto mediante la repetición, la proyección de video y la replicación del espacio.

Sin espejos ni laberintos en escena, la pieza propone, con el tema de la memoria, los laberintos y espejos de la obsesión, la demencia, la agonía de un malviaje sin salida: expresión corporal en toda su dimensión, sin la retórica caduca y ajena estilo bolshoi. Es arte que te lleva al borde de la silla, con las tripas apretadas y con ganas de salir corriendo pero no dejar de ver aquello al mismo tiempo.

Por eso quisiera terminar dirigiéndome a aquellas personas que, como yo en mi infancia, tengan quizá un prejuicio contra la danza. Es cierto que en ocasiones puede ser aburguesada, vacía y aburrida como el mundillo de las pasarelas, pero hay una generación que está haciendo cosas muy interesantes y que realmente vale la pena buscar y conocer. Apenas tengan a la oportunidad, vayan a ver estas piezas. Se los prometo: les va a volar la jupa.

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