¿Cual es la relación entre la comida y el sexo? La respuesta está, en apariencia, en la forma cómo nos expresamos.

¿Alguna vez se han cuestionado por qué la cita romántica por excelencia es ir a comer, o cocinarle a alguien? ¿Qué es lo que tiene el acto tan primordial de alimentarse que lo queremos hacer con la persona que nos gusta, que intentamos cortejar?

Porque comer bien es un preámbulo al preámbulo. Es la oportunidad de tener foreplay dos veces.

La verdadera pregunta es, ¿qué tiene de sensual compartir una comida? Justamente eso: los sentidos. Comiendo se despiertan y se estimulan.

Empieza por el olfato: cuando el mesero pasa junto a la mesa con un plato que es para alguien más y el corazón muere un poco de la decepción, pero sólo por unos minutos, hasta que llega el propio. Sigue la vista: llega la orden, y es exactamente lo que esperábamos que fuera, o más. Finalmente, en la boca entran en juego el tacto y el gusto, este último amplificado a su vez por el olfato.

De repente todos nuestros sentidos están exaltados, estimulados y contentos, pero hambrientos aún. Saben que hay más. Que puede haber más.

En mi opinión, la relación comida-sexo es más de tipo alegórico, evocativo. El placer que nos provoca la ingestión de una comida espectacular es parecida o puede serlo a lo que nos produce explorar el cuerpo de alguien más, o tener un orgasmo, y todo lo que lleva a ese punto.

Sentir con las yemas de los dedos los minúsculos vellos invisibles sobre una espalda ajena. Oler la intersección entre el cuello y el lóbulo de la oreja. Saborear la saliva. Un pene, una vagina. Ver una silueta en contraluz, o la piel tan de cerca que es imposible enfocar, y todo es bokeh. Escuchar los gemidos, propios y ajenos.

Cortar un lomo de res término medio y verlo sangrar en cámara lenta sobre el plato. Oler la comida antes de tenerla en frente, sentir la boca llenarse de saliva y estar al borde de perder el control. Sentir sobre la lengua la temperatura del alimento recién cocinado, las punzadas de algo picante, lo crujiente de los vegetales salteados, o del caramelo en una crème brûlée, la textura cremosa de una mousse de chocolate.

Saborear en un mismo plato el perfecto balance entre sabores que un minuto antes no se concebía que pudieran llevarse bien. Ver llegar un plato que combina perfectamente colores y formas, y sabe a gloria: la reificación de lo suculento. Escuchar los gemidos, propios y ajenos.

Entonces: ¿Dónde está la relación entre comida y sexo?

¿Dónde no?

Si el lenguaje es un espejo de la idiosincracia de un pueblo, y si, además, podemos considerar los hábitos alimenticios como un lenguaje en sí mismo ‒según Massimo Montanari en “La comida como cultura”, así es‒, observar la forma en que nos expresamos respecto a la comida nos da algunas pistas para entender nuestra relación con la misma.

En efecto, existen estudios lingüísticos que demuestran que cuando la gente escribe reseñas positivas de restaurantes, se refieren a la comida con adjetivos particularmente sensoriales, especialmente cuando se trata de postres.

Palabras como “húmedo”, “denso”, “caliente”, “cremoso”, “pegajoso”, “viscoso”, “suave”, “crujiente”, “rebosante”, “satinado”, “aterciopelado”, “espeso”, “derretido”, “sedoso”, “esponjoso”, son usadas para intentar evocar la experiencia de comer un postre específico, pero son adjetivos que se pueden asociar también con otro tipo de experiencias sensoriales.

El lingüista estadounidense Dan Jurafsky dice, en un capitulo de su libro The Language of Food (“El lenguaje de la comida”), refiriéndose a los adjetivos anteriores: “All of these are from the sensory domain of “feel,” of textures and temperatures. When we talk about desserts, we talk about their feel in the mouth, not their appearance, smell, taste, or sound.” (Traducción: «Todos estos pertenecen al dominio del ‘sentimiento’, de las texturas y temperaturas. Cuando hablamos de postres, hablamos de cómo se sienten en la boca, no de cómo se ven, huelen, saben o suenan.»)

frutas

Es decir, que todas las palabras anteriormente enumeradas pertenecen al ámbito sensual del tacto, de las texturas y las temperaturas, y que cuando nos referimos a un postre, hablamos de cómo se siente en la boca, no de su apariencia, olor, sabor o sonido. Jurafsky señala también que la publicidad norteamericana tiende a enfatizar comida tierna, cremosa y rica en texturas, y asociar suavidad y dulzura intensa con hedonismo sensual y placer.

Asimismo, las reseñas positivas en las que se usa lenguaje sensual o sexual están mayoritariamente asociadas a restaurantes con precios altos. Y si uno lo piensa, tiene sentido: ¿quién lleva a su cita a comer a McDonald’s (por escogencia)? Pocos, diría yo.

Por supuesto, el tipo de adjetivos usados para describir estas comidas “orgásmicas” varía de una cultura a otra, así como un plato de lentejas en el Mediterráneo no está condimentado de la misma forma que uno en Bombay. Volvemos a los lenguajes como expresión cultural.

Así, leer un libro no va a tener el mismo efecto que comerse un postre suntuosamente decadente. Ambas son actividades que podemos disfrutar enormemente, pero una pertenece al ámbito de lo racional, la otra al ámbito de lo meramente sensorial.

Comerse la cena más deliciosa del año y tener el mejor sexo de la vida son ambas experiencias que no requieren y de hecho, se llevan a cabo mejor prescindiendo del cerebro y del uso de la razón.

Entonces la próxima vez que lleven a comer a su cita, no olviden saborear cada olor, cada sabor, cada textura. Si les va bien, puede que haya segunda ronda.


Imagen de portada: «Naturaleza Muerta» de Pieter Claesz, modificada con fines editoriales.

Agostinho José da Mota [Public domain], via Wikimedia Commons

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