Pan es un dios olvidado, un buen desayuno o el sonido que hacemos a veces cuando tarareamos una canción. Para Vacío, Pan es una columna en la que artistas, escritores y escritoras experimentan con palabras, imágenes y formas.

para Tántalo, sé tú mismo.

Todos tenemos un infierno personalizado y hecho a la medida por un diablo preciso, pérfido y considerablemente perverso, que nos conoce desde pequeños y por eso sabe mejor que nadie como atormentarnos y hacernos sufrir como Dios manda, el castigo eterno. Mi infierno personal es una piscina que no tiene fin. Se extiende horizontalmente y no es profunda, podría ponerme de pie sin problema, pero eso evidentemente no es permitido, y debo permanecer paralelo al suelo, sin tocar fondo, flotando sobre ese pliego plateado de agua clorada.

En este infierno mi castigo consiste en nadar dorso. Sí, mi castigo es esa forma verbal en infinitivo simple, seguida de esa palabra espantosa:

                                              dorso,

                                                          D-O-R-S-O,

                                                                                         dorso.

Estoy condenado a avanzar retrocediendo sin saber exactamente cuándo mi brazo o mi cabeza, golpearán el borde. La verdadera tortura, además de la posición inversa y no-natural, en la que retrocedo hacia el frente y boca arriba, es desconocer si existe o no un borde, y si existe, mi castigo es no saber exactamente adonde está. Con cada brazada viene la incertidumbre, la duda, la ansiedad de querer llegar al final de la piscina pero no de esa manera, no de golpe, no encallando a lo bestia como el Costa Concordia. Mi infierno es tener la sensación de algo que se aproxima, que no llega, o no está, o tal vez sí, pero no se sabe.

A veces logro concentrarme en el cielo. Es un cúmulo de bultos grises que me hacen pensar que  las nubes tienen una enfermedad en la piel. Desde el infierno, boca arriba y de espaldas al fondo, se ve el cielo nublado. Aunque no paro de nadar, siempre tengo frío. Mis manos están arrugadas. El agua se mete en mi boca. El agua me tranca los oídos. Con la mitad de la cabeza sumergida escucho más claro mi pensamiento y, ahí adentro, me pregunto muchas cosas. Tal vez eso también es parte de mi castigo: yo aquí solo, escuchándome hablar todo el tiempo. A veces también sueño con un infierno más caliente, y en mi cabeza sonrío entre hogueras ardientes y calderas hirviendo, pero el frío del agua me trae en un parpadeo de vuelta a mi piscina. Pienso que debe haber alguien pasándola peor que yo, y sonrío, y me burlo cuando lo imagino nadando mariposa, el pobre, mariposa. Desde aquí, el cielo es un cúmulo de bultos grises.

Hay otros detalles menores, pero no por ello, menos tortuosos. Está, por ejemplo, la pantaloneta roja que me queda floja, y que con cada brazada tengo que estar reacomodando para no dejarla perdida. Está la gorra plástica que me presiona la cabeza y me jala el pelo. Están los anteojos para nadar sandblasteados por la humedad, las banderillas a los lados del carril que parecen decir “ya casi”, pero en un idioma que no entiendo y que fácilmente podrían decir “nunca vas a llegar”. Pero sobretodo está él, el hombre bajito, y de bigote, que camina despacio sobre ese borde seco que no sé localizar exactamente y que se siente muy cerca, y muy lejos. Me habla desde ese lugar privilegiado por el aire, el talco, las medias y los tenis, por esa jerarquía que le da la altura, lo terrestre. Ese hombre regordete es mi diablo personal, y tiene puesto un pantalón de buzo azul y una gorra que dice Cofal. Él hace sonar su pito infernal y apunta algo en un cuaderno, para luego manipular las manecillas de un cronómetro que no tiene agujas.

—¡El cuello relajado! —me grita.

—¡El brazo, el brazo!

—¡Relajado! —insiste

Esto es para siempre, pienso. Esto no se acaba nunca. Luego miro al cielo. El tórax hacia arriba, y el suspiro diminuto de mi clavícula que a cada instante me amenaza con desmontarse. Luego la voz alta y nasal del hombre:

—¡Primero sale el pulgar! ¡Viene giro de 180º grados y entra el meñique! —Mi diablo me dice —Sigue adelante, sigue que ya pronto.

También me dice cosas como: “Hay 86.400 segundos en un día: decide tu cómo los quieres emplear” o “La excelencia no es un acto, sino un hábito” Y otras frases de motivador youtuber.

—Sé tú mismo, Diego, sé tú mismo. Tú puedes.

Mi diablo insiste en hablarme de tú. Yo apenas puedo verlo con el extremo del ojo porque el agua me incomoda, y veo su silueta a contra luz desfasarse en el glitch acuoso de la superficie clorada.

Me grita cómo respirar, hace gestos de cómo debo mover los brazos.

—Pataleo constante, seguidito, parejito campeón, parejito. Inhalar, exhalar, burbujas campeón, no servís para nada, vas muy bien, inútil, bien. —y yo lo que pienso es que no sé adonde está el borde, pienso que no quiero llegar de golpe, y siento la presencia ausente del filo en cada brazada.

Esto es lo que haré para siempre. Me concentro en que mi brazo, al entrar al agua, mantenga el codo mirando al fondo, para luego flexionarlo poco a poco hasta que llegue a estar totalmente estirado y pegado al cuerpo. Luego lo mismo, del otro lado y de nuevo.

A veces, si tengo suerte, mi cabeza se va a otro lugar y escucho el ruido suave de las compuertas de los filtros, cuando se abaten por las olas que deja la estela de mi paso. Escucho o creo escuchar voces desde abajo del agua. Vienen de otro tiempo. Puedo oír a los niños riendo y a sus papás conversando en las mesas cercanas, tomando ron con Coca Cola, y comiendo tacos de pollo envueltos en papel encerado. Huele a coppertone, a off. En la fila del tobogán las pantalonetas de los niños gotean y hacen charcos alrededor de sus pies. Aunque hace calor tienen la piel de gallina. Un hombre recoge hojas muertas con un rastrillo, y puedo escuchar el sonido del cepillo metálico contra el zacate seco. La tarde es caliente y anaranjada, y una brisa fresca y suave me dice que es diciembre y que estamos en el Club la Guaria en San Vicente de Moravia. Escucho gente, entre ellos a mis hermanos, entrando y saliendo de la piscina, unos se tiran abrazándose o de clavado, otros solo flotan con los brazos extendidos viendo el cielo azul al fondo. Algunos veranean en la orilla, otros hacen fila en el trampolín o en el puesto de hot-dogs. Escucho música a lo lejos y a los pericos que, en bandadas, pasan deformando letras inmensas. —Esa es una V, gigante —pienso. Sé que pronto mis papás me pedirán que salga del agua porque hay que comer, o cantarle cumpleaños a alguien, o porque hay que devolver a alguna abuela al hogar de ancianos, o porque se hace tarde y quieren llegar temprano a misa. Cierro los ojos unos segundos y dejo que el sol me caliente la cara. El sol me calienta la cara. Mi mamá me abraza, y con un paño limpio y áspero me seca la cabeza.

—¡El cuello relajado! —me grita el hombre de bigote, y siento el agua fría y de nuevo la sensación de llegar, o no, al filo de un azulejo.

 


Las ilustraciones de este texto fueron realizadas por Eva González.

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