Pan es un dios olvidado, un buen desayuno o el sonido que hacemos a veces cuando tarareamos una canción. Para Vacío, Pan es una columna en la que artistas, escritores y escritoras experimentan con palabras, imágenes y formas.

 

Esa vez, volviste a ver mis calzones manchados de sangre. No comentaste el evento, ni la visión que intentaste negar por un segundo, ni la conmoción que te causaba – miraste los calzones al lado de la alfombra del baño y no dijiste nada. Habían caído al suelo, rosados, en contraste con los azulejos amarillos. La ducha estaba encendida, caliente, el vapor pegajoso. Vos, desnudo con tu cuerpo, tus pelos, tu pene – desnudo en domingo cualquiera, un desnudo no erótico, sino mundano, el desnudo de quien se baña después de una larga mañana. Yo – domingo cualquiera, dejando ser mi cuerpo en confianza, sin sentirme ni mujer ni hombre ni nada – menstruaba. El borde del calzón manchado con sangre, que por estar ahí, en ése borde, en ése rosado, en ése cachetero que segundos antes hacía contacto con mi cuerpo, con el pliegue donde se junta la nalga, la pierna y la pelvis, no se te parecía en nada a la sangre, de igual composición química, que sale de tus uñeros, o de tu cortadas, o de tu boca si te dañás al lavarte los dientes. Ese rojo no te recordaba a vos, no se te parecía en nada a vos, y por eso lo miraste.

Qué raro, es sólo sangre, te dije, y entré a la ducha, donde el agua tibia se infiltró entre mi pubis, se deslizó entre los labios exteriores de mi vagina, y desplazó varios coágulos por mis muslos hasta mis pantorrillas, para luego encausarlos en el río que forman las líneas blancas de cemento entre los azulejos. Dudaste, por un segundo dudaste, al ver eso, si debías entrar, o si debías dejarme estar sola en mi femineidad.

Yo, domingo cualquiera, menstruaba. Y eso te hacía dudar lo que hace un segundo era indiscutible: que éramos iguales.

Es sangre, te dije. De mí directo al agua, te dije. De mi útero perfectamente protegido del óxido y del ambiente, de mi útero al agua y al desagüe. Es mía. Es humana.

Hablé con un valeverguismo no improvisado: hablé desde el primer calzón manchado, hacia quince años, hablé con una seguridad adquirida, una convicción que venía con delay, pero que se estaba gestando desde que empezaron los tipos a opinar, a decir que sí o que no, que asco o raro, que el jefe, el padre, el amigo, el imbécil, la tele, que creció y flaqueó cada vez que me levanté del pupitre, y luego del escritorio, toalla en mano, y sentí esa misma mirada, cada vez que el hilo del tampón se atrevía a asomarse, cada vez que un pedazo de papel higiénico en el basurero se atrevía a quedar boca arriba.

A vos te pareció que hablé con calma, pero fue porque no viste. En realidad, hablé con furia. Es mía, es mía, es mía, gritaban los coágulos, soy yo y estoy viva.

Pusiste un pie en la ducha, apenas el dedo gordo del pie izquierdo. Más coágulos se habían arrastrado al cauce. Los calzones seguían explícitos junto a la alfombra del baño. El agua apenas teñida. Plantaste el pie entero ahí y en efecto, como era de esperarse, la sentiste tibia, domingo cualquiera.  

Al salir de la ducha, tomé el paño que colgaba del gancho y me limpié los muslos, los pies, las pantorrillas. El paño rozó mi vagina y se manchó de un rojo oscuro – casi morado. Me reí un poco, por torpeza, por cinismo, porque me hacía gracia que solo yo sabía que manchar el calzón, el paño, el piso, la ducha, es inevitable. Vos me mirabas, testigo absoluto de que yo, en efecto, menstruaba. Usé un pedazo de papel higiénico para quitar el exceso de sangre y lo tiré al basurero. Quedó boca arriba, gritándote.

Y yo continué menstruando, masomenos una vez al mes, por al menos otros 25 años.


Ilustraciones por Alejandra Montero.

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