Pan es un dios olvidado, un buen desayuno o el sonido que hacemos a veces cuando tarareamos una canción. Para Vacío, Pan es una columna en la que artistas, escritores y escritoras experimentan con palabras, imágenes y formas.

Hace poco me compré una bicicleta fija y la tengo en la habitación. Ahí está. Subí dos veces en mi vida. La primera fue exitosa. Pedaleé veinte minutos y bajé reconfortada. Elaboré planes de qué haríamos con toda esa voluntad en estado de latencia. Solo había que levantarse todos los días a las 6 am (un horizonte razonable para quién tiene disciplina) y subirse veinte minutos. ¿Qué son veinte minutos en un día? Pero veinte minutos más veinte minutos a lo largo de una década sería el equivalente a subir el Everest. En fin, esos fueron los planes.

La segunda vez que subí la bicicleta estaba trabada. Intentaba girar los pedales y no podía. Aflojaba la perilla pero se había soltado y era como girar un trompo. No tenía la más mínima incidencia en la bicicleta. A los cinco minutos me bajé, abatida, frustrada. ¿Por qué esa saña contra mi voluntad? ¿Por qué esta prueba tan difícil? Uno renco y lo empujan… Esa misma noche el perro le orinó la rueda de plomo. A la mañana siguiente la bicicleta estaba trabada y orinada. Y yo con seis cuotas por pagar. Mi lógica implacable era: seis meses de bicicleta fija serían como pagar la cuota del gimnasio, entonces valdría la pena. Además de que podría bajar de mi habitación y hacer ejercicio en pijamas. Bueno, sigo en pijamas y paso de lado con el café y la miro y pero ahora además la odio. A veces pienso en comprar otra bicicleta para que se acompañen, para que no pase tan sola (ese es el chiste que suelo hacer cuando las visitas vienen a casa). También pienso (cuando me pongo medianamente autocrítica), que lo que tengo que arreglar no es la bicicleta sino mi determinación. Una bicicleta trabada es la metáfora más absoluta de la inmovilidad. Eso fue lo que compré: Una escultura de mí misma.  

 

Pensar en repararla es otra pesadilla que no quiero ni visualizar. Cuando la compré, un chico de gimnasio, de esos que tienen las pantorrillas con forma de pera, me ayudó a trasladarla. Yo iba adelante y le indicaba el camino para llegar hasta el parqueo. Él, que al parecer era un hombre acostumbrado a arrastrar por el mundo bicicletas fijas, me preguntó por qué la compré. Mi respuesta fue un vaticinio. “Porque soy muy perezosa”, le respondí con total desparpajo. El muchacho sonrió con candidez. “Venga al gimnasio y yo le preparo una rutina para que vaya trabajando de a poco”.  

Las personas que hacen ejercicio son seres sobrepasados de ilusión, y piensan que su fervor es contagioso, que levantar una pesa doscientas veces es un deseo universal. “Voy a empezar con la bicicleta y cualquier cosa te llamo”. Evadí el tema. Él volvió a sonreír. Seguramente por eso muchas mujeres se enamoran de su profesor de spinning: Porque son voluntariosos ángeles hechos para la perfección de la raza humana. Ese muchacho de cuerpo bronceado y dientes blancos estaba arrastrando una bicicleta de treinta kilos por todo el mall San Pedro. Pero me acabo de acordar de otra cosa. Antes de esto —de estar con ese ángel arrastrando mi voluntad—, voy a contar el episodio anterior que desembocó en esta parábola sin enseñanza.

Es sábado en la mañana. Mi día semanal para las buenas intenciones. Me propongo ir a la peluquería, quitarme los restos shellac que aún no me he comido y que ya parecen calcificaciones marinas sobre mis uñas. Salgo de Marilyns y me topo con un obeso que transporta una caminadora. Y yo, motivada quién sabe qué oscuridad, le pregunto: “¿Cuánto le salió? ” El hombre —muy amable y con esa luz en la mirada propia de los cambios— me responde: “150.000 colones en Ofertel, ¡está en promoción! ¡Mucho más barata que en Pricemart! Pero ésta es la última”. Cuando me dice “ésta es la última” me recorre un escalofrío. El gordo acaba de comprar “la última caminadora”. “La última” suena a algo que se nos escapa; entonces voy corriendo. No voy a exagerar, corriendo no, pero sí acelerando el paso sin que se me note la desesperación. Llego a Ofertel. Y ahí están todas esas máquinas donde hombres y mujeres bien constituidos suben y bajan para tonificar sus glúteos; y ahí está paradito el ángel de la creación con su sonrisa afable o bobalicona dispuesto a demostrarme cómo se sube y se baja ese aparato mágico del que hablan los anuncios. Pero yo no quiero ese aparato. Yo quiero la caminadora del gordo. Esa es mi verdadera aspiración: la caminadora del gordo que iba feliz con ella como si se comiera un helado de tres gustos. El ángel me confirma la mala noticia: “La caminadora era la última. Ya no nos quedan más“. Entonces pienso en la bicicleta fija. Si no es caminadora, que sea bicicleta, además es más rápida. Mientras el gordo, camina, yo estaré corriendo. Lo que no es ningún mal plan. Y me confirma de que sí, de que bicicletas todavía tienen. “¿De qué color les quedan?” Pregunto. “El color no sé” me dice como si fuera algo sin importancia. “Pero es que a mí me gustan las blancas y si no es blanca no la quiero”. “Sí, creo que es blanca”, responde el muchacho interrumpido por una señora de cincuenta años que al parecer también vio al gordo y también quiere una caminadora. Y pienso que poner a un gordo a caminar por todo el centro comercial arrastrando una caminadora es publicidad mucho más efectiva que cualquier otra cosa. Sin duda te deja pensando en vos mismo. Si este gordo puede, yo también. Es un sano procedimiento compararse con los que están peor que uno.

Pero cada día que pasa la esperanza se vuelve de arena. Miro la bicicleta y sigue ahí. Quisiera salir corriendo o que corra ella. O correr ambas cada una en dirección contraria. O quizás caminar, caminar lento, un paso cada día o cada mes o cada año. Así me gustaría que terminara esta historia. Dejarnos de ver para siempre mi bicicleta fija trabada y yo. Escaparnos de nuestra inmovilidad. Separarnos como esas parejas que ya no funcionan. Despedirnos como Marina Abramovic con aquel novio. Todo siempre tan utópico, todo siempre tan irreversible.


Ilustraciones por Moma Zúñiga.

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