La presencia de la comida en nuestras vidas va más allá de cumplir una función biológica; en el cine la encontramos como vehículo para tratar temas como la vida, la muerte, el placer y el dolor.

Cuando estaba en la U, escribí un par de trabajos sobre la estética del sufrimiento, sobre el placer y el dolor y cómo estos se entrelazan. Sobre lo sublime como una forma de sufrimiento placentero. Reflexionaba acerca de ciertas obras de arte que retratan distintas formas de sufrimiento o que simplemente evocan sensaciones de incomodidad o de desdicha, y de cómo esas obras son las que están más cercanas a lo sublime.

Lo sublime se define desde la perspectiva de Kant como lo absolutamente grande, lo abrumador, que se distingue de la belleza por no estar conectado a la apariencia de un objeto, por no tener límites o fronteras, por estar en un objeto sin forma. La habilidad de reconocer lo sublime, además, está ligada a la propia capacidad cognitiva.

Schopenhauer, en cambio, lo define como el placer de ver un objeto sobrecogedor de gran magnitud que podría destruir al observador. La mayor expresión de este fenómeno se manifestaría cuando la presencia de dicho objeto lleve al observador a la realización de su propia insignificancia en el Universo, de la inmensidad y de la eternidad de éste.

Yo prefiero la definición de Schopenhauer. Es lo terrorífico que nos da piel de gallina. Lo que, aunque no sea de forma física y directa, amenaza con destruirnos. Placenteramente, deleitosamente.

cine y comida

Fotograma de Tampopo (1985)

La dicotomía inherente en la experiencia de lo sublime y la forma como se complementan los conceptos del placer y el displacer me fascina desde hace tiempo. Sin embargo, nunca había pensado en incluir la comida en la ecuación. En los últimos años, me he obsesionado con el tema de la alimentación, del peso simbólico y de los significados que tiene en nuestras vidas cotidianas, en la cultura, en la idiosincracia de cada pueblo.

Ahora veo todo de manera distinta. Las cosas cambiaron, también, cuando vi La Grande Bouffe (en español La gran comilona), una película de Marco Ferreri de 1973, sobre cuatro amigos que se reúnen en una casa durante varios días para, literalmente, morir comiendo. O comer hasta morir, como queramos ponerlo.

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Fotograma de La grande bouffe (1973)

En la película se tratan distintos temas que orbitan nuestra relación con la comida. La vida, la muerte, el sexo, el placer, el dolor. La comida representa en este escenario un medio para alcanzar la muerte a través del placer, a pesar de que es auto-destrucción pura. Es la táctica Mr. Creosote. La idea es que, si la vida es una mierda y la vamos a abandonar, que por lo menos sea haciendo lo único que vale la pena: comer y coger.

“Food as the last hope hidden in the despair of living”, como se describe en este artículo. Es decir, la comida como la última esperanza escondida en la desesperación de vivir. Y de repente, todos los temas se entrelazan y parece que estuvieran siempre así de conectados. Es como un uróboros de lo carnal: en la punta de la cola tiene el placer, en la lengua el sufrimiento. Comer para vivir; comer para morir.

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Fotograma de Estômago (2007)

Estômago (2007), la película italo-brasileña de Marcos Jorge, trata el tema de la comida desde un punto de vista cercano al de La Grande Bouffe. Hedonismo y auto-destrucción como hermanos, dos lados de una misma moneda. Las pasiones están siempre despiertas, hambrientas, y los dos extremos son el éxtasis y la aniquilación. Eros y tánatos. Comer, coger, amar, odiar, vivir, morir. No les quiero spoilear la trama así que no digo más, pero les dejo un amuse-bouche.

Tampopo (1985) de Juzo Itami es otro buen ejemplo de cine que presenta la comida como estilo de vida y, sobre todo, como razón de ser. La visión de mundo de los personajes de esta película dicta que ciertos alimentos sean tratados con el debido respeto, tanto a la hora de ser preparados como durante su ingestión. Esto es más importante que muchas otras cosas en la vida. Es imperioso, de hecho.

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Fotograma de Tampopo (1985)

Está el viejito que enseña a un joven pupilo la forma adecuada de enfrentarse a un bowl de ramen como si fuera el asunto más serio del mundo. Está la pareja que logra tener un orgasmo simplemente manipulando una yema de huevo con la boca. El hombre que condensa toda la tensión sexual del mundo en el gesto de tragarse una ostra. En todos estos escenarios, la comida no es solo un medio para llegar al éxtasis; es el motivo.

El festín de Babette (1987) de Gabriel Axel, por otro lado, muestra la comida como, sí, un acercamiento a nuestra corporalidad, pero más como una herramienta de liberación espiritual y emocional que como una vorágine interminable de tentaciones carnales. Los personajes que pueblan la historia le temen a los placeres carnales porque “llevan al pecado”, hasta que una cocinera francesa les ofrece preparar una verdadera cena francesa. A partir de este momento, es como si cada plato presentado en la mesa tuviera la capacidad de cambiar sus vidas para siempre. He ahí el poder de la comida. Es camaleónica en sus influencias.

Hace unos años habría dicho que lo sublime es el dolor en la piel cuando se escucha una pieza musical abrumadora, o llorar en el cine, o angustiarse con un libro y seguir leyendo. La Crucifixión de Grünewald o enamorarse; llorar de placer, llorar de felicidad. Hoy, me gustaría agregar que lo sublime es, también, alimentarse.

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