Hay para todos los gustos y presupuestos. Los restaurantes de comida china han encontrado un lugar en la dieta costarricense. Acá una reseña de Armonía, Casa China, El Príncipe y Ko Zin.

En todos los distritos del país están. Similares entre sí, pero diferentes a la vez. Desde la década de 1970, los chinos se abrieron paso en el mercado de la comida costarricense. Los restaurantes han proliferado más que las Importadora Monge a lo largo del territorio nacional. Nadie sabe si son familia entre sí, si hay competencia desleal, si le compran los ingredientes al mismo proveedor, solamente están ahí, siempre abiertos.  

Usualmente se pide para llevar. El sonido de los utensilios chocar contra las ollas, las peceras, los televisores gigantes, el gato de adorno moviendo su pata y el mesero de pantalón negro y camisa blanca pasan desapercibidos mientras se espera con ansias la orden: un arroz cantonés, medio chop suey y los panes untados con mantequilla.

Hice una encuesta virtual y presencial a personas cercanas sobre cuál era su restaurante chino favorito con el fin de orientarme un poco más en el tema, después de procesar los datos, escogí cuatro establecimientos que ilustraran la mayor parte de restaurantes chinos que hay en el país: el de clase media baja, el de clase media alta, el tradicional fundado en los 70s y la taberna karaoke. No hubo presupuesto para uno de clase alta.

Esta es la armonía de la casa china del príncipe Ko Zin.

El Armonía

Ubicado al costado oeste del parque de Santo Domingo de Heredia. Es un local comercial profundo y angosto con tres hileras de mesas. La decoración es propia de oriente, unos cuadros paradisíacos cuelgan de unas paredes blancas. La cocina de “El Armonía” se encuentra al fondo del local expuesta al público. En el mostrador hay una pecera con seis peces koi que nadan en una sola dirección, vigilados por cinco cámaras de seguridad.

A las 3:00 pm el número de clientes no supera el del personal del restaurante; sin embargo, venden una buena cantidad de comida para llevar. El mesero, vestido con el clásico pantalón negro y camisa blanca, me deja el menú. Mientras observo detenidamente lo que ofrece “El Armonía” y tomo nota de lo que me parece importante (variedad, precios accesibles que van desde los ₡2.800), se acerca la dueña del restaurante con una mirada alargada intimidante y escéptica.

Antes de que me pregunte qué estoy apuntando, le explico que estoy haciendo una reseña del restaurante y que si me permitiría tomar unas fotografías del lugar. Me responde que no, que no quiere, y me quita el menú de la mesa lentamente. La situación se pone tensa. Le digo que está bien, que yo entiendo. Pido un medio de arroz frito especial de la Casa y una coca light antes de que me desaloje.

Espero la comida viendo “Sábado Feliz”. Tengo un par de contactos visuales incómodos con la dueña a través del agua turbia de la pecera. Finalmente llega la hora de comer, la cantidad de arroz que me sirvieron es exagerada. Muy buen sabor, tiene buen material carnívoro. El pancito trae mantequilla.

Me retiro del lugar. Como no me dejaron tomar fotografías, logro capturar unas cuantas desde la vía pública. Uno de los empleados del Armonía sale del establecimiento, se esconde detrás de una pared y extiende sus manos que sostienen un celular para tomarme una fotografía a mí. Nos despedimos en medio de disparos.

La Casa China

La Casa China se encuentra en San José. Es un galerón gigante muy bien decorado, un tapizado elegante y unas lámparas que parecen costosas cuelgan de un techo alto. El lugar es un profundo espacio uniforme, no hay divisiones, solamente la cocina que se encuentra a un costado, los baños a otro, y un escenario al fondo. Hay una cantidad exorbitante de mesas que cubre el enorme espacio.

El menú pesa. En todo sentido. En carga nutricional, alimenticia, variedad y en masa. En precios no tanto, depende de lo que se pida, con ₡5.000 se come. Tres idiomas son necesarios en el menú para que los clientes del restaurante entiendan lo que están ordenando. Pido un jacao, un chionfan y una cerveza Tsing Tao. La mesera, en un español casi nulo, no me asesoró en mi elección.

Luego de una larga espera llegó la comida, la cual está realmente bien. Al salir, uno de los dueños del lugar fuma afuera del restaurante. Su tabaco es desconocido para mi olfato. Pica. Arde. Cuando se termina su cigarrillo, observo curioso la chinga en el cenicero.

¿Cuánto fuman los chinos? ¿Cuántas personas mueren en China a causa del fumado? ¿Por qué nunca he visto ese dato en las campañas antitabaco? El cigarrillo se llama Shuangxi. Significa “Doble Felicidad”.

El Príncipe

Toda persona que vive en Heredia ha pasado alguna vez por la calle donde se encuentra El Príncipe. Quizás no lo han notado, pues ya no es tan popular como lo fue en 1979, el año de su fundación.

Una gran entrada con un detalle peculiar en concreto marca la entrada del restaurante. La estructura es la de una casa sin paredes. Varias columnas anaranjadas de cemento se encargan de sostener la vieja edificación de madera. Una buena cantidad de mesas, hoy vacías, rellenan el espacio del lugar.

Al entrar, lo primero que me llama la atención es un niño que se revuelca en una de las mesas. Su confianza con el espacio, su vestimenta de pijamas y sus ojos dejan en evidencia que es el hijo del dueño. Se entretiene viendo un animé en una computadora, aunque parece que está a punto de aburrirse.

Según el rótulo de afuera, la especialidad de El Príncipe son las carnes. Con precios accesibles que no superan en su mayoría los ₡4.000, ofrecen una gran cantidad de platillos. Ordeno unos tacos chinos, no pueden fallar. Desde mi asiento puedo observar la cocina al fondo del lugar, a través de la ventana por donde salen las órdenes.

“Emilio, te vas a caer”, le dijo el mesero al niño mientras estaba a punto de probar el suelo. El niño se molesta ante el regaño de su superior, toma una pistola de plástico, se acerca los clientes que han llegado a comprar para llevar y los apunta a bocajarro mientras hace sonidos de disparos.

A un lado de la caja registradora, hay una barra algo escondida con un tipo incapaz de caminar por su estado etílico. Su mamá acaba de entrar a buscarlo. Los tacos chinos no fallaron.

Al retirarme, Emilio se divierte en la cocina de El Príncipe. Está sentado encima del congelador, escalando un mueble y agarrando todos los ingredientes enlatados para lanzarlos con fuerza. Es el Rey del Príncipe.

Ko Zin

Hace unos años caminando por San José con mi papá, me dijo: “Esa fue la cantina del Poder Judicial en los años 90”, mientras señalaba una estructura deteriorada de madera que tenía un rótulo que decía Ko Zin.

El Ko Zin es una cantina china con un gran valor agregado: tiene un karaoke. El lugar es mediano, tiene mesas de diferentes tamaños regadas por todo el sitio, decoración oriental excesiva en sus paredes (dragones, gatos, budas, entre otros artilugios), rótulos de cerveza, cuadros gigantes y una barra donde acontece el karaoke por medio de un televisor Panasonic. Probablemente, si llevo a mi abuela al Ko Zin y le digo que estamos en 1991 me lo creería. No hay nada en el lugar que pruebe lo contrario.

Hay tres hombres en la barra haciéndole un tributo a Juan Gabriel. La dueña del lugar, una china a la que se refieren como Jessi, toma un tercer micrófono y se les une sin pensarlo dos veces. Después de su gran interpretación, se acerca a preguntarme con una gran sonrisa qué quiero ordenar. Una Pilsen por el momento va bien.  

A pesar de que en la entrada hay un rótulo que indica que hay arroz cantonés, un grupo de personas consultó al respecto y Jessi les dijo que no había. Se conformaron con beber. Ya somos siete personas las que visitamos el Ko Zin un frío viernes de diciembre cuando ingresan cuatro más.

Estos cuatro visitantes, dos mujeres y dos hombres, son de alguna tribu urbana desconocida para mí. Tienen las cejas rasuradas, cabeza rapada, ropa oscura, tatuajes de códigos de barras. Esta “tribu” y yo no nos habíamos conocido antes. Valientes, piden sus cervezas y se apoderan de la barra mientras ojean el catálogo de canciones en español. Solicitan La Boa.

Toman los tres micrófonos disponibles y empiezan una singular interpretación. Gritos, sonidos de puerco, gemidos, tonos grave, agudos, guturales, hacen que las personas que estamos en el Ko Zin nos extrañemos. Jessi no puede creer lo que está pasando, limpia la barra, mira en todas direcciones, boquiabierta.

Pedir  “para llevar” en los restaurantes chinos es una comodidad y un ahorro de dinero, sin embargo, puede privar de experiencias, escenarios y acontecimientos que no sucederían en otros espacios. Los detalles no están en el sabor del arroz cantonés, están bailando al ritmo del wok.

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